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Los dioses iracundos

Andrés Hoyos
01 de abril de 2009 - 03:52 a. m.

ME CONTARON QUE UN JUDÍO ORTOdoxo vino a Bogotá para un transplante de riñón y que, por casualidad, el órgano que necesitaba estuvo disponible un sábado.

Pues bien, el enfermo caminó ciento cincuenta cuadras desde su hotel hasta el hospital: se lo exigía su religión. Por su parte, el Islam somete a los musulmanes a pruebas drásticas: no pueden tomar alcohol, no pueden comer cerdo, deben postrarse a rezar cinco veces al día y tienen que hacer al menos una visita en la vida a la Meca natal de Mahoma. Los convocan, además, a terribles yihads, mientras que para probar mujeres cafeinadas les exigen esperar hasta después de muertos. Estas dos religiones, el judaísmo y el Islam, gozan hoy de la misma envidiable salud que les niegan a sus fieles.

Yo soy ateo desde la adolescencia, pero perdido el fervor militante, las religiones empezaron a producirme mucha curiosidad. ¿Por qué es tan universal el fenómeno? ¿De dónde vendrá, por ejemplo, esa proclividad de los dioses monoteístas a humillar y atormentar a sus fieles? Aunque aquí cabe una digresión blasfema, me resulta más interesante señalar que las religiones martirizantes son al mismo tiempo las religiones triunfantes. Nadie se hace matar por imponer la verdad del horóscopo y, por eso mismo, la astrología es una creencia inocua.

El catolicismo solía ser una religión tan intimidante como las demás; tanto así, que durante más de un siglo sus huestes vengadoras dejaron en este país un largo reguero de muertos. Pero la Iglesia romana perdió la ferocidad décadas atrás. Aunque podría citar varios puntos de inflexión, el parteaguas fue el Concilio Vaticano II, convocado por Juan XXIII. La idea central y declarada del antiguo cardenal Roncalli para sus menos de cinco años de pontificado fue impulsar el aggiornamento de la Iglesia. Después del concilio, las contrariedades que la Iglesia exigía a su grey se fueron relajando en forma paulatina: la misa ahora podía ser los sábados por la tarde, no había que ayunar ni siquiera los primeros viernes, los sacerdotes dejaron de hablar en latín y empezaron a oficiar de cara a los feligreses. Se mantuvo sí, el absurdo celibato de los sacerdotes –piénsese que el católico potencialmente más ferviente sería el hijo de un sacerdote– y también se mantuvo la prohibición del control artificial de la natalidad, rechazada en masa por muchas católicas.

A poco andar los teólogos de la Liberación le asestaron un nuevo golpe fuerte a la jerarquía con su compromiso suicida. Algunos tomaron las armas, como Camilo Torres, otros simplemente se hicieron matar, como Óscar Arnulfo Romero. Esos martirios afectaron la credibilidad de los altos jerarcas, quienes a estas alturas ya no estaban, ni están, para hacerse matar por nada.

Lo anterior me sirve para explicar las irracionalidades un poco desesperadas del papa Benedicto XVI. Su misión parece consistir en endurecer a su reblandecida religión. De ahí que no le importe que los librepensadores, enemigos de toda la vida, le digan fanático. Antes al contrario, le ha de resultar provechoso. ¿Confían acaso los bienpensantes en que la alta jerarquía se va a enfrentar con Benedicto? Yo creo que, bien por el contrario, lo eligieron papa a causa de su tendencia regresiva. Me late, sí, que es demasiado tarde para emprender cruzadas y que su proyecto no tendrá mucho éxito.

De cualquier modo, una iglesia liberal es un contrasentido. El verdadero liberal lo que hace es no tener iglesia.

andreshoyos@elmalpensante.com

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