Los duques y la coronavirilidad

Catalina Uribe Rincón
21 de marzo de 2020 - 05:00 a. m.

Después de ver el panorama devastador del coronavirus en su país, mi colega italiana Lucia Delaini acuñó el siguiente término: “Coronavirilidad: respuesta insensata al miedo que hace que la gente minimice el riesgo de contagio para sí misma y para otros en nombre de la ‘valentía’ o la ‘superioridad racional’”. La respuesta parece tener un ciclo. Primero, los coronaviriles adoptan una actitud escéptica, como si esa tranquilidad pseudocientífica confirmara su poder y estatus. Después, cuando el virus continúa su camino, aseguran que todo es normal, que es una gripa nada más. Finalmente, cuando la realidad se hace innegable, en lugar de aceptar el error y obedecer a los expertos, improvisan medidas y dan largas. Si los coronaviriles son políticos, aprovechan y culpan a otros.

A China el problema se le salió de las manos cuando ignoró al médico Li Wenliang, quien identificó por primera vez el síndrome respiratorio severo que hoy conocemos como COVID-19. No sólo minimizaron las preocupaciones del doctor, sino que le enviaron la policía y lo amonestaron por expandir falsos rumores. Cuando Wenliang pudo volver a trabajar, contrajo el virus y murió. El virus ya tenía un mes de ventaja. Hoy el gobierno chino sigue sin ser honesto; encarcela y deporta a los periodistas que sugieren que las cosas no están del todo bajo control. Por su parte, en Italia y en España, hasta el día antes de los toques de queda, los cafés estaban llenos, con la idea de que son los viejos y no los jóvenes los que se enferman. Ahora todos lloran a sus “viejos” en la distancia porque ellos, y sólo ellos, los jóvenes inmortales, les transmitieron el virus.

A finales de enero, en el Foro de Davos, al presidente Trump le preguntaron que si estaba preocupado con el coronavirus. Respondió: “No, para nada”. En las semanas siguientes pudo haber tomado medidas para frenar la pandemia. No lo hizo. En su lugar, culpó a Obama y trató de tranquilizar la bolsa. Cuando el virus llegó a 7.818 casos confirmados, dijo que Johnson & Johnson estaba desarrollando una vacuna. Los expertos gritaron que cualquier vacuna tomaría dos años. Finalmente, cerró fronteras con China. A finales de febrero, aseguró que el virus se iría en abril, que el verano lo espantaría. Como nada que se espantaba, culpó a los migrantes mexicanos. En marzo 6, ante la radical escasez de kits de testeo, dijo que era mentira, que cualquiera podía testearse. Por fin, en marzo 11, se comenzó a tomar el virus en serio. Ahora, sin embargo, lo llama “el virus chino”.

Boris Johnson primero favoreció la idea de la “inmunidad de manada”: que todos se contagien hasta que el virus pare. Luego cayó en la cuenta de que incluso su red hospitalaria no resistiría. Esta parecía ser la estrategia del presidente Duque: dejar que la cosa siguiera (sin adecuada red hospitalaria, claro). Como Trump y Johnson cambiaron de curso, él también cambió. Como llegó tarde, ahora las decisiones parecen tomarse por él. Los hijos son todo menos culpables de los pecados del padre, pero si la soberbia no se contagia, quizá sí se hereda. Antes de la tragedia de Armero, el entonces ministro de Minas, Iván Duque Escobar (sí, papá de nuestro Duque) dijo que en el país había un “dramatismo extremo”. Después de la erupción del Nevado del Ruiz, el audaz ministro no volvió a tocar el tema.

Temas recomendados:

 

Sin comentarios aún. Suscribete e inicia la conversación
Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta política.
Aceptar