Los fantasmas del patio de mamá

Cristo García Tapia
07 de marzo de 2019 - 05:00 a. m.

En el instante que todo levita hacia las sombras, el níspero enano y un rumor de viento que empezó a las cuatro de la tarde pujan por esconderse entre los mangos.

Y como si un sueño perpetuo de plumas las convocara a la misma hora a la mansión de ramas de totumo, las gallinas inician el ritual de un sueño de picotazos, bostezos y lejanos cacareos.

Un cuarto de luna menguante amaga caer sobre el alero de la cocina. A las diez en punto de la noche ya habrá hendido con su hacha de luz las ramas del aguacate que crece con sigilo hasta el cielo. Nunca ha dado un fruto, pero en cambio depara un festival de hojas que convoca al alba todas las escobas de mi calle del alma.

Aún los ruidos que alegran el cielo nocturno de mamá no alcanzan a percibirse. No ha llegado su hora.

Ni las estrellas son todavía ese enjambre titilante que de niño me atraía contar, pero al tiempo se me escurrían por los dedos de las manos cuando creía tenerlas en fila.

Es que las estrellas no son para contarlas, solo existen para mirarlas y bautizarlas con nombres de mujeres mitológicas y dejar que se extingan en las cavernas sin fin de sus cielos.

Con sus ojos de mar de más de cien años empieza mamá a escudriñar el inmenso mapa de cocuyos flotantes que es el cielo de los patios de este pueblo repleto de luz.

De una luz que no se oxida ni se resiente con el salitre inmemorial que llevan por todos los recovecos de este mundo los vientos saltarines y alegres del Caribe.

Cuando acabe su noche, Jesusita habrá contado entre ocho y doce aviones, adivinado el color de las ciudades de las que partieron y el nombre de la tripulación de cada una de esas naves de un cielo que mamá conoce como la palma de sus manos.

Entre tanto, a la hora en que el sueño del níspero enano y de los mangos deviene en un silencio espeso y verde y el suspiro de las gallinas se vuelve de una tonalidad de grillo, empieza el susurro del patio, sus misterios.

Su comunión de medianoche con la soledad de los días, con la sed de las matas enterradas hasta el cuello en tinajeras sin edad; con el zumbido de los abejones pregoneros de visitas que nunca llegaron. De algún vecino muerto que persiste en la búsqueda de sus pasos extraviados en la otra vida.

A esta hora ya mamá no es el patio. Entre el último avión de la noche y el canto ronco y destemplado de un gallo que hace sus primeros aprendizajes, se ha quedado dormida. Ha trasladado a los sueños los tejemanejes del día, las palabras que se le quedaron sin decir en el trajín de una cotidianidad que su memoria de vidrio hilvana con primor de tejedora.

En la quietud del patio, en ese útero de tierra y vegetales que me da luz perpetuamente, alguien, tal vez la luna que ya ladea sus bordes hacia la madrugada, me avisa de los fantasmas que vuelven de otro tiempo con su tropel de ángeles y pájaros gigantes.

Algunos son fantasmas de muertos que vienen a saludarme; a conocerme los que no conocí. A decirme cuánto les duele el olvido y la desmemoria; la falta de una flor y un vaso de agua en sus altares; de sus cruces sin nombre, de las fechas de sus cumpleaños; del nombre del santo de su devoción.

Los hay que vuelven por la penumbra sigilosa de otra edad; por el tiempo en que la sangre empezaba sus hervores. Vuelven a redimir los besos que el miedo apenumbró entre el limonero y las astromelia. Por el olor de un naranjo en flor y los ciruelos vuelven los fantasmas de novias lejanas.

Y todo se lo debo al patio. A sus noches de luna y de lluvia. A sus ruidos y susurros; a sus tardes de azulejos y oropéndolas. Al patio luminoso de mamá. Al renacido vientre de mi patio.

* Poeta.

@CristoGarciaTap

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