Los grandes privilegios

Juan Carlos Botero
21 de febrero de 2020 - 05:00 a. m.

He escuchado la misma música que un día tronó en la mente de Ludwig van Beethoven. He oído la perfección, gracias a Mozart. He visto los colores de los grandes maestros del arte. He contemplado una roca convertida en materia viva gracias a las manos de Miguel Ángel. Al prender las luces de mi casa, he apreciado los errores y aciertos de Thomas Edison, quien derrotó la oscuridad. Y he observado la luna en el cielo, la misma que pisó un hombre llamado Neil Armstrong.

He sopesado una manzana en mi mano y he sentido la misma fuerza del universo que intrigó a Newton. He leído las palabras de Shakespeare. He sentido el calor de Macondo y he asistido al sepelio de un rey llamado José Arcadio Buendía. He acompañado a Juan Preciado a buscar a su padre, un tal Pedro Páramo. He admirado la limpieza de la fórmula de Einstein, la mente de Stephen Hawking, y la curiosidad insaciable de ambos. Me han conmovido la humildad de Gandhi, el coraje de Lincoln, la tenacidad de Bolívar y la oratoria de Churchill, que salvó el mundo. Me han erizado los diablos del Bosco y el infierno de Dante. Me han deslumbrado los destellos de los óleos de Van Eyck y enternecido los zapatos de Van Gogh. Me han hechizado la pureza del arte griego y el misterio del arte egipcio. He absorbido las ideas de Platón y las de Nietzsche, que parecen dinamita. He leído la asombrosa frase de Jefferson: que todos los hombres son iguales. Y he pedaleado en un invento imposible, la bicicleta.

He venerado la belleza y la fortaleza de las mujeres. Mis dedos han rozado la redondez de un seno y he olido la fragancia de tierra fresca que emana una mujer excitada. He sentido un deleite infantil al probar el chocolate. He paladeado la sangre de la tierra llamada vino. He saboreado la sal del mar y la dulzura de los ríos. He sentido el roce de una brisa similar a la que empujó a Odiseo hasta Ítaca.

He visto el fulgor de los astros y el parpadeo de las luciérnagas. He visto el milagroso verdor del pasto y el número de granos de la arena, que es infinito. He visto el mar, que disimula y oculta la vida que late bajo las olas. Y he visto las olas, cuyas crestas recogen el viento como la vela de un barco y avanzan hasta quebrarse en la playa. Y en la playa he visto tortugas al nacer, braceando en seco y dirigidas a tropiezos a la orilla. He disfrutado el sabor de la comida y la riqueza de las bebidas. He admirado las hazañas de los hombres y las proezas de las mujeres. He visto, atónito, el despegar de un avión y el vuelo de los pájaros. Mis dedos se han mojado con el rocío y quemado con el fuego.

He visto el nacimiento de mis hijas. Las he oído reír a carcajadas, les he quitado las lágrimas de la cara, y he tenido el honor de cargarlas en mis brazos. He apreciado la calidez de un hogar y el amor de una esposa. He gozado del tesoro de la amistad. He sentido la euforia que nace de amar y de sentirse amado. He disfrutado sueños tan placenteros que lamento abrir los ojos, y he sufrido pesadillas tan terribles que agradezco despertar. He superado mil malestares menores y una enfermedad mortal. Y me ha tocado el rostro el mismo sol que acarició el rostro de Cristo.

Estos son algunos de los grandes privilegios de la vida, que reflejan el mayor privilegio de todos: el hecho de estar vivo. Conviene recordarlo.

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