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Los herederos de Vulcano

Alfredo Molano Jimeno
06 de julio de 2020 - 05:00 a. m.

Uno de los asuntos que no se pudieron incluir en el Acuerdo de Paz fue la reestructuración del Ejército. Durante cuatro años de negociaciones en Cuba esa fue la papa caliente del proceso, y para evitar que se opusieran como en otros momentos de la historia, el presidente Santos incluyó acertadamente uniformados en la mesa.

Pero el tema no fue fácil. Supe de primera mano que una vez renegociado el Acuerdo, tras la derrota en el plebiscito y cuando estaba listo para su firma en el Teatro Colón, un grupo de generales se le metieron a la oficina al presidente y le exigieron excluir la responsabilidad de mando. Cuentan que fue bajo la amenaza de salir a rechazar el Acuerdo y darle gasolina al uribismo. Al final, no sé cómo, calmaron a los generales, pero no debió haber sido por poco.

Todos estos años el grito de batalla del militarismo ha sido que la fuerza pública “no se puede igualar al terrorismo”. Y en eso estamos de acuerdo. No son lo mismo quienes se levantaron en armas contra el Estado y abrazaron la ilegalidad, y quienes siendo policías y militares han terminado cometiendo delitos con las armas que se compraron con los impuestos de los colombianos, relacionados con violaciones de mujeres y niñas, venta y tráfico de drogas o asesinatos de civiles indefensos.

Esta última preocupación la están padeciendo día a día en el Catatumbo. Hoy hay 9.200 uniformados en la zona y, tristemente, con ello han regresado las denuncias de los “falsos positivos”. La Segunda División del Ejército, a la que está adscrita la Fuerza de Tarea Conjunta Vulcano —curioso nombre que habla del dios griego del fuego que devora y destruye—, opera en la región y viene sembrando terror en las comunidades.

El caso de Dimar Torres, el excombatiente de las Farc que asesinaron unos soldados en octubre de 2019 y cuyo crimen y cuerpo buscaron esconder, fue el primer registro. El 26 de marzo de este año (ya en plena pandemia), el muerto fue José Alejandro Carvajal, un campesino de 22 años que murió por los disparos de un soldado en medio de una jornada de erradicación forzada de coca. Idéntica suerte corrió Digno Emérito Buendía Martínez, de 44 años, asesinado en área rural de Cúcuta.

El 31 de mayo, las autoridades indígenas u’wa también denunciaron el asesinato de Joel Villamizar, coordinador de educación del resguardo, y declararon su indignación por la justificación que dio el Ejército al decir que se trataba de un integrante del esquema de seguridad de un “cabecilla” de un grupo armado ilegal.

La misma operación de muerte y desprestigio le aplicaron a Salvador Jaimes Durán hace una semana. Otro joven de 22 años que murió el 27 de junio en el municipio de Teorama, mientras la comunidad denunciaba que lo mataron seis soldados, y su esposa en embarazo se quebraba por el llanto. El comandante de la Fuerza de Tarea Vulcano, general Olveiro Pérez Mahecha, informó que las tropas adelantaban tareas de “seguridad y defensa” cuando “fueron atacadas”, lo que produjo “un intercambio de disparos”, y dijo que el joven sería de la guerrilla del Eln.

Los cinco murieron por acciones de uniformados adscritos a la Segunda División del Ejército. Todos eran personas humildes, reconocidas por sus comunidades, y cada uno, luego de su asesinato, fue señalado de realizar actos ilegales. No diré que la justicia determinará lo que ocurrió, porque son casos que en general quedan en la impunidad. Y si los procesos avanzan, las penas se pagan en guarniciones militares, como pasó con los siete soldados que aceptaron violar en manada a la niña embera. Esto me recuerda el consejo que le dio un general de la Policía a mi padre el día que se lanzó al exilio: “Es mejor que se vaya, nadie puede protegerlo en Colombia porque sus enemigos están en el Ejército”.

 

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