Los idus de la peste

Cristo García Tapia
26 de marzo de 2020 - 05:00 a. m.

Ahora los días son más llevaderos, más gratos y llenos de posibilidades.

De más razones, para acabar encontrándonos con nosotros mismos; con ese arcano que es la existencia humana y sus múltiples posibilidades de ser. De transformarse, sin alterar la forma y sí, su contenido interior; cuanto tiene de peso ese inasible e invisible volumen que, un día tras otro, va edificando la vida vivida.

Y descubrir en las cosas sencillas, cotidianas, ese algo de humanas que tienen de nosotros; sus formas y dialectos, la breve o larga historia de los entrecortados silencios que barnizan su precaria presencia; sus sueños truncados, sus instantes de júbilo por el uso que les damos.

Para acabar cayendo en la cuenta de que no es que los días sean más largos ni apremiantes. No, son las horas, esa sucesión mutante de minutos, las que al final demoran en pasar; en resistirse a extinguirse, dejando tras de sí la belleza del instante, los claroscuros del día, la fugacidad que lo vuelve sublime; algo sobrenatural, revestido de una aureola de arcoíris.

De esas múltiples posibilidades de quedarnos con nosotros que nos deparan las clausuras, hay una que celebro alborozado con ese otro Yo que, fractal, me habita y reproduce: reencontrar en la alborozada cotidianidad de estos días a esos nosotros biunívocos, que nos pertenecen en jubilosa comunión: la madre centenaria y memoriosa que cultiva un jardín y hace versos a las flores, mi mujer-novia, mis hijos-padres, mis hermanos-abuelos.

Esa extensión de dóciles y sólidos huesos que se reconocen con nosotros en sus quebradizas sonoridades; de voces que son el eco de otras que aún retumban en la antigüedad de la sangre, en sus crepitaciones y hervores; de suspiros, sollozos y carcajadas, irrumpiendo desde los remotos orígenes con sus tonos y acordes de alma.

De cuantas de aquellas posibilidades nos trajeron los idus de la peste, hay una que nos va llevar tiempo y entrega de monje de clausura aprender: la de conjugar en modo lentitud el movimiento y la prisa irracionales.

A descifrar con cuidado de orfebre momposino las filigranas del silencio en estos tiempos pandémicos de ruidos y tropeles; de una velocidad sin ton ni son que, al final de cada envión, acaba siempre por llevarnos a ninguna y a todas partes a la vez; a desbocarnos, sudorosos y fatigados, tras la liebre y la tortuga sin lograr alcanzarlas; a creer que todo está a distancia, a pasos, de la atolondrada velocidad.

Ya aprenderemos a refrenarnos, a detenernos sin necesidad de señales ni luces de peligro; a mirar en todas las direcciones y a recorrer las mismas distancias a los distintos y desconocidos lugares de la casa, en el mayor tiempo posible y sin ansiedades ni afanes.

A detenernos frente a la biblioteca a deletrear autores y títulos que, ocho días atrás no más, leíamos a velocidad de crucero; a observar con ojos de relojero las pinturas que cuelgan en las paredes, a comprobar sus dimensiones y a tocarlas, por si resulta debajo de un Ibáñez, un Lambraño, un Hollman, un Ortega o Blanco, un palimpsesto de Zuluaga.

En fin, a paladear con deleitosa parsimonia y lentitud creadora, ese otro sabor y textura que, igual que la poesía y la pintura, tienen las piezas de cerámica y cestería aborigen traídas por mi mujer - novia de Ovejas y Colosó, los retratos de los nietos en las paredes de los cuartos…

* Poeta.

@CristoGarciaTap

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