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Los libros de Coetzee

Juan Gabriel Vásquez
15 de agosto de 2014 - 01:50 a. m.

J.M. Coetzee, autor de varias obras maestras (incluida una que en español tiene un título equivocado: la palabra inglesa disgrace no quiere decir “desgracia”, sino “deshonra”), estará en la Feria del Libro de Bucaramanga dentro de poco más de una semana.

Vendrá para presentar, con la sola herramienta de una conferencia de media hora, un proyecto maravilloso: su Biblioteca Personal. A instancias de la editorial argentina El Hilo de Ariadna, Coetzee ha escogido catorce relatos de once autores, y la editorial ha comenzado ya a publicar esos libros en nuevas traducciones. Yo tendré en Bucaramanga el privilegio de hablar con él; he podido, por eso mismo, leer su conferencia de manera anticipada, pues alrededor de ella girará nuestra conversación. Y éste ha sido otro privilegio.

La idea de Biblioteca Personal, se habrán imaginado los lectores de Borges, está inspirada por la que el autor de Ficciones montó hace unas décadas. Yo recuerdo muy bien el frenesí con que compré los primeros tomos en las librerías de libros usados del centro bogotano: allí, prologados por Borges, estaban los cuentos de Cortázar y dos novelas cortas de Conrad; pero estaban también escritores que no pertenecían, para mis prejuicios de juventud, al mismo equipo, sino que eran una suerte de reservistas de lujo: Arnold Bennett, por ejemplo, o Gustav Meyrink. La razón es que una biblioteca personal, así concebida, no es una colección de clásicos; ni siquiera, como lo explica Coetzee en su conferencia, es una colección de libros íntimos. La Biblioteca Personal, según la que hizo Borges y la que viene a presentar Coetzee, es ese inventario de libros que por caminos sinuosos —casi siempre ligados al gusto literario, la más sinuosa y arbitraria de las razones— dejaron su huella en la formación del coleccionista. Y eso, claro, la hace mucho más interesante.

En la Biblioteca Personal de Coetzee, cuyo contenido completo no revelaré, hay un libro incontrovertible —Madame Bovary, de un tal Gustave Flaubert—, pero también un invitado sorpresa —Las esferas de Mandala, de Patrick White—. Hay varios libros en alemán, una lengua que es para Coetzee una querencia inevitable, y una novela maravillosa que marcó la literatura en inglés del último siglo y que sin embargo pocos recuerdan y menos leen: El buen soldado, de Ford Madox Ford, un prodigio de construcción de poco más de 200 páginas que llevo ya varios años poniendo como lectura obligatoria a todo el que quiera asomarse al oficio de novelista. Verlo en esta lista me provocó una rara sensación de justicia.

La Biblioteca Personal de Borges estaba llena de escritores cuyo único mérito, nos parecerá en unos años, es haber producido o permitido a Borges. La de Coetzee, en cambio, es un dream team de autores, aunque no estén presentes los primeros libros que nos vienen a la cabeza cuando pensamos en ellos. Y eso es magnífico, claro: la Biblioteca de Coetzee refleja esas relaciones impredecibles que tienen los lectores con los libros: puede que a uno le hable más claro La muerte de Iván Ilych, por ejemplo, que Guerra y paz, o que se sienta más a gusto en La verdadera vida de Sebastian Knight que en Lolita. Y entonces, pensándolo bien, resulta que una biblioteca personal es casi el único tipo que vale la pena tener.

 

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