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Los miedos

Alfredo Molano Bravo
08 de agosto de 2015 - 02:05 a. m.

A MEDIDA QUE LOS ACERCAMIENTOS en la mesa de negociaciones avanzan, cambian los fantasmas que agobian a las partes y los horizontes que las alientan.

Al comienzo —hace tres años— el tema que desvelaba no sólo a los negociadores sino a la opinión pública de izquierda y de derecha era la voluntad de paz. La voluntad de la guerrilla y la voluntad del Gobierno. Saltaron toda clase de conjeturas, hipótesis, sospechas, referencias, indicios, pruebas, sentencias, excomuniones. Los negociadores son jugadores en un estadio de los que el público saca partido o, dicho en el campo del poder, réditos políticos. Legítimo. De alguna manera se está adelantando el reloj. Se está jugando en la pista de la opinión pública y se comienza a catear el futuro. A las guerrillas, que se les ha tendido un cerco mediático tan refinado como oscuro, que se les han interpretado y desfigurado sus propósitos durante tanto tiempo, no les es fácil contrarrestar las imágenes elaboradas con tanta sevicia como técnica. Tampoco les es fácil a ellas modificar la mirada que tienen sobre sus enemigos, y menos aún tratar con el poder de los medios y el arraigo que ellos tienen en la gente. Una lenta transición que, me parece, ha dado un paso grande con el cambio de ministro de Defensa. Villegas ha mostrado prudencia y equilibrio en sus declaraciones. A veces le brinca un paisa salamino y amenaza con borrar a la guerrilla del mapa, pero en general, intenta con suerte desarmar las declaraciones oficiales. Ojalá Pinzón esté haciendo lo mismo en Washington y no haciéndole la segunda a Uribe con los republicanos.

En los últimos tiempos ha ido saliendo a flote otro miedo: la participación política de la guerrilla y, al lado, las prevenciones que tiene sobre las garantías para hacer poder civil —porque el armado lo tienen— una vez se haya apagado la máquina de guerra. La derecha se atrinchera —y logra cauda— con el sonsonete de la impunidad. “Pagan porque pagan cárcel” y por ahí derecho, se erige como la representación viva de las víctimas. De unas víctimas, por supuesto, que no son propiamente las que ella ha hecho. Es una vieja práctica. Hay que recordar los clichés repetidos y repetidos sobre proselitismo armado en la época de Betancur para atravesarse a los acuerdos con las Farc y con el M-19. En el fondo, lo que la derecha teme y busca impedir a toda costa es la aparición de otro jugador en la cancha. No le falta razón. Históricamente el liberalismo después de la Guerra de los Mil Días fue ganando poder político en la gente hasta coronar la República Liberal; sucedió también con el M-19, que salió del asalto al Palacio de Justicia tan quemado como las víctimas, y seis años después se hizo a la tercera parte de la constituyente. Es eso lo que se teme. Y lo digo con franqueza no exenta de tristeza. También buena parte de la izquierda teme la rivalidad —y eventualmente la autoridad— del movimiento político que salga de un arreglo definitivo con el bipartidismo. El recurso jurídico de trancar la puerta con el tema de la impunidad y de cobrar un ojo y un diente por el pase a la arena electoral, esconde el pavor de perder una influencia que ha sido armada de miedos. En el fondo lo que está detrás —y adelante— de las varillas de hierro que le meten a la rueda de la negociación —no sólo la derecha bipartidista— son los muy bien fundados recelos de que la guerrilla convertida en partido les quite votos y a la larga puestos, y, sobre todo, les arruine los anatemas que siempre han utilizado contra la oposición al establecimiento.

 

 

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