Creo que influye mucho en la indisciplina de la gente durante la cuarentena —eso de armar pachangas “clandestinas”, por ejemplo— el hecho de que ni los muertos ni los entierros son visibles. De repente los fallecimientos y las ceremonias fúnebres —motivos ancestrales de convocatoria para disertar en grupo sobre la brevedad de la vida y filosofar acerca de la eternidad— comenzaron a ocurrir en la penumbra, incluso en secreto y sin que necesariamente el difunto haya cumplido el requisito de morir de COVID-19. Casi que hoy en día no se muere, sino que se desaparece. Y enfermedades distintas al coronavirus parecieran cosa del pasado o monopolizadas por ese mal de moda. “Tenía cáncer, pero como eso le afectaba los pulmones, pues se la llevó el virus”, se dice. Los cadáveres ya no salen por la puerta de la funeraria, negocios estos clausurados como los restaurantes y las salas de cine, pues no hay exequias —tan prohibidas a su vez como los conciertos—, sino que son sacados subrepticiamente por un pasadizo, con un acompañamiento exiguo, hacia quién sabe qué horno crematorio o fosa.
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Lo divino y lo humano
Los muertos silenciosos
20 de julio de 2020 - 05:00 a. m.
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