Los nervios de Dios

Julio César Londoño
05 de mayo de 2018 - 04:45 a. m.

El hombre tiene una marcada debilidad por las obras absurdas y las empresas imposibles. No es inexacto afirmar que son justamente este tipo de obras las que lo definen. Hacer guerras, soñar con la paz, bajar de peso, ser fiel, ir a la Luna, buscar a Dios, diseñar un móvil de movimiento perpetuo, hacer oro a partir del plomo, adorar su brillo y armar máquinas que escriban poemas, son algunas de nuestras ocurrencias. Fracasamos siempre, claro, pero en el camino nos topamos con unos “inventos colaterales” maravillosos. Son tan frecuentes estas sorpresas que un notable epistemólogo considera que el postulado cero de la ciencia puede ser enunciado así: “El camino del Norte conduce al Sur”. Nota: esto es ciencia, no un precepto zen.

La locura más antigua de que tengamos noticia fue la Torre de Babel. ¿Cómo se les ocurrió a los babilonios levantar una torre que llegara hasta el cielo? ¿No los desanimó la idea de que el cielo era altísimo, más alto que las montañas más altas, más alto que las águilas que volaban sobre las montañas más altas? No. Ni en lo más mínimo. ¿Por qué? Porque eran hombres.

Pero aún faltaba lo mejor. ¡Cuando Jehová se enteró del proyecto, se puso muy nervioso y lo saboteó! Es decir, le pareció viable, amenazante, se sintió asaltado, literalmente asaltado. ¿Andaba paranoico por culpa del Diluvio y por sus bromas macabras contra Job y Abraham?

El caso es que creyó que los babilonios podían volar, con una ruma de ladrillos a cuestas, ¡más arriba de las montañas y las águilas!

¡Estaba mucho más loco que los babilonios!

Ahora todo cuadra. Si estamos hechos a su imagen y semejanza, Él y nosotros somos idénticos en la insania, hermanos en el delirio.

Nota dos: en virtud de su omnipotencia, podía hacerlo todo, incluso enloquecer.

Cabe otra posibilidad. Jehová no estaba loco. Era omnividente. Atento y receloso, algo vio en la hondura de la excavación (una Babel invertida), en el tamaño de las zapatas de las columnas, en la calidad del cemento y en la calidad de los ladrillos, en la belleza de los planos y en la precisión de los cálculos. En todo esto Jehová vio números, agudeza y rigor. Vio cómo se perfilaba en la mente de sus criaturas una enemiga tremenda, la ciencia.

Esta potencia nunca le simpatizó. La ambición del conocimiento nos costó la expulsión del Paraíso. En Babel, Jehová volvió a ver el fuego de esta ambición, de esta inextinguible ambición.

(¿Será coincidencia que Prometeo sea castigado por robar el fuego a los dioses?)

El tiempo le dio la razón. Siglos después, dos fuerzas colosales avanzan, la ciencia y el humanismo, y los dioses deben retroceder. La ciencia es mucho más ingeniosa que el pensamiento mágico. El humanismo es más soberbio que los dioses: propone que el centro del universo sea el hombre, no los dioses.

Jehová no estaba loco. Omnisapiente, hizo cuentas y adivinó, en los cálculos de los ingenieros de Babel, el principio del fin de su reinado.

Kafka, el más sensible y agudo de todos los peritos babélicos, nos cuenta que los ingenieros de la Torre se tranquilizaron el día que descubrieron una idea esperanzadora y comprendieron que sus afanes eran vanos. “¿Para qué apurarnos? –se preguntaron–. Los pisos que hoy tardamos años en erigir, los ingenieros del futuro los harán en cuestión de días. Esperemos. No existe el más mínimo riesgo de que desaparezca una idea tan poderosa. Las generaciones no dejarán caer nunca esta ambición. La Torre es un proyecto incesante”.

El tiempo les ha dado la razón a los ingenieros de Babel. Y al checo. El hombre sigue siendo hoy, miles de años después, un terco y delirante constructor de torres que buscan el cielo.

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