Los partidos muertos

Juan David Ochoa
24 de febrero de 2018 - 02:00 a. m.

Sobre todo el idealismo de las jornadas preelectorales caben todos los sueños: no hay partido que no anuncie sus programas con el tufo de la redención definitiva y no se ofrezca con la pose de un sisma próximo a pasar a la historia. No hay campaña que no prometa la depuración y la estrambótica reinvención de un tiempo perdido en otros planes inútiles. La retórica y la abstracción, desde todos los flancos, juran salvar el papel sagrado de las leyes. No hay visos de complejidad, no hay arrepentimientos, no hay ideas políticamente incorrectas. Los partidos advierten que están ahora más allá de sus pasados sospechosos, y que esta vez, por fin, los hechos tendrán el mismo peso de las promesas.

El Partido Conservador, ese mamut disecado y untado de sangre, se ha montado en las coyunturas modernas con la autoridad moral de los zafios. A estas alturas del tiempo, sus integrantes deberían haber pedido perdón público por incendiar toda la historia y arrastrar el futuro a las guerras del resentimiento social, por engendrar los monstruos del odio y agigantar los abismos de clase. Pretende ahora jugar a todas sus bandas, y sus tendencias atomizadas de partido muerto siguen inclinándose a negar la existencia del conflicto armado que empezó.

Los liberales de nombre, que intentaron salvar a última hora su viejo romanticismo con Humberto de la Calle, ya no podrán levantarse aunque tengan la imagen de su bandera refrescada. Esa pirueta tardía de decencia le costará a su candidato toda la altura a la que pudo llegar sin ampararse en una franquicia de fraudes. Después de esta contienda electoral, a la que llegan con las reservas de oxígeno de sus mártires, el Partido Liberal morirá con sus últimos custodios: Juan Manuel Galán y Sofía Gaviria, fundadores de la nueva libertad bajo las cuevas.  

La historia terminó marginando también al mismo Centro Democrático, que apuesta sus últimas cartas de oposición con los miembros antiguos del cadáver del Partido Conservador que fue aplastado por el nuevo fundamentalismo. Ivan Duque, en sus últimos meses, deberá equilibrarse  entre la difusión de sus programas y la defensa de su jefe empantanado por sus amoríos con el hampa, y si pierden definitivamente su aspiración al trono, el tiempo los enterrará también junto a sus gamonales y latifundistas precopernicanos cuando a la vuelta de cuatro años del nuevo poder estén definidas las rutas irreversibles de la superación del conflicto.

Escribir sobre Cambio Radical resulta inútil; el partido que nació descompuesto por el hedor de su mentor se resiste a desaparecer haciendo arengas desde la cárcel como su única demostración de fuerza.

Sobre todos los partidos muertos, el Congreso continuará su baile y seguirá eludiendo las reformas que le debe a su propia historia de promesas rotas. Desde el centro de las leyes seguirán agonizando todos los poderes si las reformas que exigen la justicia, la salud y la política continúen esperando entre los pactos secretos del lobby. Mientras siga este esperpento en el Ejecutivo, el mal olor de esta república de fantasmas seguirá asqueando aunque llegue el mejor de los nombres al trono de los sueños.

 

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