Los picapedreros

Arturo Guerrero
21 de septiembre de 2018 - 05:00 a. m.

Hace mes y medio llegaron los picapedreros. Desde ocho años atrás espiaban la ciudad. Los pobladores escuchaban su algarabía, sus palabras lamentables, el tronar de sus martillos en los entrenamientos. Evocaban los tiempos escarlatas, cuando los rudos alcanzaron a plantar tiendas adentro y regaron los campos de cabezas sin cuerpo.

Pues sí, hace 45 días regresaron. Son numerosos, hacen estruendo en sus fiestas groseras. Rinden adoración a un jefe menudo, de rasgos inocentes, que les ha brindado identidad y cohesión. Gracias a él ganaron, coparon los cargos principales, ahora aspiran a eternizarse.

Por sí solos no habrían triunfado. Muchos en el mundo los sustentan, les regalan asesores y tecnologías para saber todo de todos. En esta ocasión saben a la perfección para qué han ingresado en lo que consideran su finca. Tienen planes rigurosos, pretenden gobernar lluvias, erupciones volcánicas, amaneceres y eclipses.

El jefe no se muestra tanto, anda achacoso desde cuando una cabalgadura lo depositó sin amabilidad sobre el suelo. También teme a sus enemigos que le tienen contabilizadas sus fechorías y que algún día lo conducirán al banquillo acusador.

Así las cosas, los picapedreros optaron por montar en el trono a un líder que no parece líder. Es gordito, simpaticón, habla sin pronunciar conceptos. Él más bien quería ser un influenciador en YouTube, lo que más da brillo. Pero no, tuvo que aceptar el papel de hazmerreír y contentarse con salir en televisión dando pataditas.

¿Pero qué importa el rey puesto, si el auténtico monarca reserva para sí el cetro y los verdugos? El hecho es que la horda destructora carga con mazos de acero, distribuidos de acuerdo con la fuerza muscular de cada ejecutante. Adhiere, además, a una disciplina de trabajo concertada con astucia y discernimiento.

El propósito es derrumbar lo construido. Casas, edificios, cimientos, árboles, puentes, todo les estorba. En vista de que la población, como es de suponer, se opondría a tamaña ruina, el trajín demoledor ha de ser pausado. La imagen del joven cruzado con la banda de colores tiene que ser protegida de toda sombra de barbarie, pues él es el de mostrar a los demás países.

Para el trabajo sucio, entonces, se turnan los alfiles. Un día uno se despacha en contra de las protestas de la gente. Cuando se calma el rechazo de los habitantes a sus declaraciones, sale otro a proponer impuestos al aire que se respire. Más adelante el tercero arremete contra la justicia que logró apaciguar a los rebeldes ahora desarmados.

Los lances se dosifican puntillosamente. Un impacto aquí contra los chicos que se tatúan, un mazazo allá para las familias que no se parezcan a la Biblia, un golpe luego sobre el puente donde se negociaba con la otra guerrilla.

Los picapedreros pican cada vez sobre un pilar diferente. En realidad, lo hacen sobre la mente de los ciudadanos que porrazo a porrazo van viendo como natural el desmoronamiento del entablado de paz, libertades para minorías, decencia y civilización en que comenzaban a creer. Pronto la ciudad será otra ciudad.

arturoguerreror@gmail.com                  

 

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