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Costas extrañas

Los poemas, si suenan bien, traen verdad

J. D. Torres Duarte
21 de abril de 2021 - 03:00 a. m.

Escuchar a un poeta que recita es escucharlo en comunión con sus fondos sombríos, que ascienden a la superficie por los mecanismos de la poesía: un hipérbaton y una aliteración no son sólo instrumentos retóricos, sino palas para surcar la tierra oscura. Escuchar a un poeta que recita es escucharlo rezar, con sus gozos y sus penas, en una plegaria que no busca respuestas, y también es escuchar la armonía interna de sus versos, que supera la pura melodía: es un modo de acceder a cierta verdad, cierta ineludible verdad.

Joseph Brodsky, ruso, quizás el mejor poeta de su generación, escribió que la rima contiene lo inevitable: si dos palabras encajan con tanta precisión, es indudable que todo cuanto dicen es verdad. Una buena rima asalta al destino, que esconde sus providencias, y descifra el pasado, que prefiere los callejones sin luz. Otros elementos (la anáfora, la sinestesia, la personificación) se conjuran para el asalto y el desciframiento, pero eso no importa ahora: importa comprender que un poema entra primero por el oído, no por la razón; no apela de entrada a la lógica, sino al sonido. Por eso resultan tan descorazonadoras las traducciones de poesía: toda la belleza acústica de la lengua original se esfuma.

Escuchen a Brodsky recitando su poema Nature morte (1971) en ruso. Poco importa si ignoran la lengua: concéntrense en la armonía, en el canto. En los subtítulos pueden activar la traducción simultánea al inglés, que fue la lengua de adopción de Brodsky al exiliarse en Nueva York, donde murió en 1996.

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Sí, es un rezo, pero es algo más: una estampida, una extensa afirmación sentenciosa, incansable y abrumadora, aún más porque Brodsky ni siquiera mira al atril: está recitando de memoria, con la mirada honda y fija que adquieren los verdaderos profetas. “El polvo es la carne del tiempo”, dice Brodsky en ese poema. También: “Las cosas, por regla, / no intentar purgar o domesticar / el polvo de su interior”. Cuando termina de recitar queda en el aire una resonancia, como si hubiera pasado una tormenta o un ciclón y hubiera dejado atontado pero febril al mundo entero con sus selvas y sus encorbatados simios en dos patas. Ese es el efecto armónico de la poesía: el mismo que se prolonga cuando el órgano termina de retumbar en la parroquia.

Imaginen ese poema sin armonía, sin música: no produciría ningún efecto: sería a lo sumo un conjunto de juiciosos razonamientos, que está bien pero no es mucho cuando se habla de poesía. Es algo que cierta rama del verso libre, contagiosa, mediocre, pálida y pobre en recursos, ha olvidado: como si no existiera el armónico de armónicos en el verso libre: Walt Whitman.

Que la armonía potencia el contenido es evidente en Do Not Go Gentle into That Good Night, una de las villanelles más célebres, escrita por Dylan Thomas en 1947 y publicada en 1951. Es un canto a su padre, que está muriendo, donde Thomas le ruega que luche con furia “contra la agonía de la luz”. Escúchenlo:

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Bastaría sumar una guitarra y un acordeón en la trastienda de su voz para convertir el poema en una canción. En ocasiones, arrastrado por la partitura de sus palabras, Thomas incluso pasa de la recitación regular al canto, pero es un canto afligido, en franco descenso, que anhela vigor pero prodiga melancolía, cada vez más al repetir los estribillos que determinan la armonía, la métrica (está escrito en pentámetro yámbico) y la estructura de la villanelle (cinco tercetos y un cuarteto): “Do not go gentle into that good night” (“No entres dócilmente en esa buena noche”) y “Rage, rage against the dying of the light” (“Enfurécete, enfurécete ante la muerte de la luz”).

Ese poema es una muestra de cómo el contenido y la armonía se lamen las espaldas: Thomas escribe sus ruegos en yambos, unidades de sonido que tienden a ascender, a ser gozosas y celebratorias, a pesar de que está refiriendo la agonía de su padre. No significa que goce y celebre su agonía: como quiere contrarrestar su apatía e incitarlo a reñir contra la luz negra que busca engullirlo, Thomas necesita con urgencia un tono de ánimo, de esperanza, de buen espíritu. Los yambos se presentan como buenos consejeros.

Mientras que Brodsky y Thomas ejecutan un canto simétrico y proporcionado, T. S. Eliot admite una música en constante disputa con la proporción, que igual acude a la rima, la aliteración, la repetición. Sí: la armonía poética también ocurre cuando se desequilibra o se tensiona el aparato poético, cuando se modifica el número de acentos por verso, el número de versos por estrofa, cuando se toma un verso de intenciones cómicas para convocar la solemnidad. Cada poeta crea su música: cada poema es la medida de sí mismo. Aquí Eliot lee La canción de amor de Alfred J. Prufrock de 1915:

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Brodsky se decanta en Nature morte por los cuartetos y Thomas por el rigor de la villanelle; Eliot opta por la variedad: pareados, octavas, sextetos, tercetos, verso heroico, etcétera. Sin embargo, la armonía se preserva, su armonía torcida, con ciertas rimas (“I grow old ... I grow old … / I shall wear the bottoms of my trousers rolled”), ciertas repeticiones (el “window-panes” en los versos iniciales y el pareado “In the room the women come and go / Talking of Michelangelo”), ciertas aliteraciones (ese aparato tan antiguo en el inglés que alimenta al Beowulf: “And time yet for a hundred indecisions, / And for a hundred visions and revisions”).

Cada mecanismo de esa armonía contribuye al sentimiento que abunda en el poema: la desorientación, el derrumbe, el decaimiento. La variedad musical del poema no es una muestra circense de colores: es un testimonio de movimientos interiores. Ese fondo permea la forma (y en el modernismo, que Eliot representa, es casi un mandato sagrado): hasta las palabras se retuercen cuando la mano que las escribe está convulsionada.

CODA

Encuentro cada vez más incomprensible que se considere un cumplido que un libro pueda ser leído de una sentada. ¿No se trata más bien de un insulto, quizás uno de los más bajos? Parece decir que el libro no estaba hecho para ser paladeado, gozado por partes, desarmado y rearmado en una discusión interna con el autor, sino para ser consumido y descartado sin el riesgo pavoroso de ocupar más tiempo mental. ¿Qué piensan? Voto por leer menos, pero leer mejor.

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IVAN(96847)22 de abril de 2021 - 09:36 p. m.
Muy buena exposición la suya, con claros ejemplos. Quienes amamos con pasión la poesía no podemos más que asentir. Deploro, empero, que no cite a ninguno de los monstruos de la poesía en lengua española. Después de todo, es la que entiende la mayoría de sus lectores, ¿no cree? En cuanto a la coda, eso ocurre con las sublimes novelas de Saramago, "indigestas" para los aficionados al best-seller.
eudoro(79178)22 de abril de 2021 - 01:52 a. m.
De acuerdo con el Coda. Un libro no debería tener tiempos para leerlo. El ritmo de la lectura lo pautan el autor y el lector. Al fin el libro es un diálogo entre autor y lector como indicó Javier Cercas en su novela Terra Alta.
Francisco(82596)21 de abril de 2021 - 01:31 p. m.
Hola, amigos. Depende de la lectura. Un libro de poemas no es para leerlo de una sentada, desde luego. Pero una novela de acción puede serlo. Pondré un ejemplo reciente. A pesar de ser un clásico de Verne, no había leído hasta ayer "La vuelta al mundo en ochenta días". Es una novela tan deliciosa que no fue en una pero sí en dos sentadas mi lectura completa.
felipe(64806)21 de abril de 2021 - 06:30 p. m.
Son dos cosas distintas, un libro corto y un libro largo. Un libro corto se puede leer muy lentamente, repetirse en partes, igual “roerlo”. Pero tan placentero como leer un ladrillo es leer una novela corta, que deja la sensación de haberlo a uno movido de su lugar. Ambas lecturas me gustan, no lo veo en términos de mejor o peor.
Paulo(37766)21 de abril de 2021 - 04:22 p. m.
(II) La cosa es que todo depende del autor. Lograr un ritmo frenético, que alcance una lectura completa en una sentada, también es un artificio meritorio. No todos los libros (ni sus autores) deben —ni tienen que— aspirar a ser Beckett o Hrabal. También es bueno que exista lo ligero, el libro que descanse a quien lo lea y le permita algo así como un affaire, en lugar de un compromiso completo.
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