Los que no le dan la talla a la paz

María Teresa Ronderos
03 de septiembre de 2019 - 05:00 a. m.

La paz con las Farc fue importante porque sacó de la guerra a 14.178 guerrilleros y milicianos, la mayoría armados. Miles de personas en el campo colombiano dejaron de ser intimidadas, volvieron a caminar tranquilas sin miedo a las minas, a dormir sin temor a que un cilindro explosivo las despierte.

Fue potente porque las 8.000 armas que entregaron quedaron en silencio, fundidas en Fragmentos, la conmovedora obra de memoria de Doris Salcedo. Allí, por primera vez, sirvieron para construir, ayudándoles a mujeres violentadas por los actores armados a descargar su rabia y su dolor sobre 37 toneladas de material bélico fundidas en láminas sobre el piso.

El fin de la guerra es real para los niños campesinos en Caquetá que dejaron de tener ataques de pánico al oír los aviones bombarderos. Es evidente para las familias del Huila que dejaron de huirle al reclutamiento forzado. Es más, el acuerdo de paz liberó a miles de jóvenes que estaban en las Farc contra su voluntad.

La paz con las Farc es trascendental porque creó un sistema de justicia, que va más allá de meter a unos criminales en la cárcel. Es una justicia que busca sacar a campo abierto verdades dolorosas, que no nos habíamos atrevido a mirar de frente. Sus tres pilares: la Justicia Especial para la Paz (JEP), la Comisión de la Verdad y la Unidad de Búsqueda de los Desaparecidos están diseñados para eso.

Sabremos, por ejemplo, cómo poderosos sacaron (y aún sacan) provecho de la guerra haciendo negocios con tierras robadas y venta clandestina de armas, mientras señalaban con dedo acusador a las Farc como único villano. Y que el Estado también abusó de su poder y mató civiles inocentes.

Que los 68,000 desaparecidos forzados (y seguimos contando) son el resultado de una estrategia de la Guerra Fría de gobiernos que perseguían al comunismo. En el Cono Sur, donde hubo dictaduras, se abolió con su caída. Pero no aquí en Colombia. Demasiados oficiales en la fuerza pública —y peor aun cuando esta se embadurnó de narco— y muchos más en el paramilitarismo siguieron practicando la desaparición forzada de enemigos e inocentes, años después de la caída del Muro de Berlín. La paz les da ahora la oportunidad de mirar esa fea verdad en la cara y extirparla para siempre de cualquier lógica oficial.

No hay cárcel que pueda alojar a todos los responsables de esta guerra. Y aún si la hubiera, nada cambiaría. Esta paz quiere ir más allá. Quiere que todos sepamos lo que realmente pasó, los horrores que cometimos y dejamos cometer como sociedad, y ello nos dé tanta vergüenza que no los volvamos a permitir. Algunos, por supuesto, tendrán que reconocer públicamente su papel protagónico y reparar a las víctimas.

Eso lo saben Iván Márquez, Santrich, y el Paisa. Con su anuncio de volver a la extorsión y al fusil —el último argumento de los necios—, muestran que la paz les quedó grande; que son incapaces de pedirle contritos a la sociedad que los perdone y pagarle en años de servicio comunitario.

Eso lo sabe Uribe, cuando sale a decir que borren los pactos de paz de la Constitución; que descarrilen el tren porque se salió un vagón, quitándole el dinero. El senador, en descarado oportunismo, celebra el revés del acuerdo porque teme que, cuando afloren las verdades de la guerra y pasemos la página de la infamia, paradójicamente no habrá impunidad, ni repetición. La paz le queda chica para sus infinitas ambiciones de poder; es una camisa de fuerza que lo obligaría a reconocer públicamente que, sin Farc, se queda sin discurso.

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