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Los redentores fatales

Juan David Ochoa
06 de septiembre de 2013 - 10:00 p. m.

Los héroes esquizoides, los peligrosos, los que pretenden retornarle al país el relegado carácter de la fuerza, siguen allí, babeando de furia y suspirando por los vientos de gloria que les niegan, dicen ellos, la ignorancia y la postura pusilánime de los románticos.

Aunque la corte los reprende y los condena sistemáticamente por sus pactos con las fuerzas oscuras, por sus métodos silvestres, por sus cohechos y prevaricatos, inscritos todos en la idea pro patria de la redención, a costa de excesos y arribismo, siguen allí, insistiendo en que la única opción es la guerra encarnizada, sosteniendo que la única verdad es la imponencia, impidiendo que las múltiples tesis y la múltiples ideas alternas los circunden. Quieren la perfecta paz sobre sobre otro siglo de muertos.

Lo curioso no es que insistan en el arribismo y en las tácticas turbias para el logro de todas las virtudes. Es esa la predecible tendencia de quienes siguen el lema de las manos firmes. Lo curioso es que la historia entera ha demostrado reiterada y obsesivamente, que quienes más han insistido en guerrear en nombre de términos abstractos (Amor- Dios-Paz- Humanidad) palabras absolutas y vacuas para el lenguaje real, terminaron masacrando los cuerpos que no anclaban o adaptaban sus posturas a la idea sagrada del momento. Los hombres diferentes eran sacos de basura y estorbo y debían fulminarse por el bien común. La individualidad era sacrificada por la generalidad del idealismo. Lentamente, las salvaguardias del amor, de la paz o de la humanidad, acabaron   mutando en empresas de persecución a los paganos hasta el cenit de la paranoia.

Sin enterarse, después, los muertos eran ellos mismos; por traición, por nerviosismo o por sospecha. Le sucedió a toda la estirpe de los redentores que quisieron defender su paraíso ante la escoria de la oposición, en nombre siempre de una idea perfecta; a Robespierre, el incorruptible, para quien Francia (Humanidad) debía sostener su libertad y ser defendida contra todo y sobre todo.  Quien Terminó  guillotinando a 40.000 disidentes en nombre de la perfección y el equilibrio, siendo víctima también  de su terror.

Le sucedió al imperturbable Mao. A quien nunca se le vio desencajarse de su suavidad facial. La figura que inspiraba dignidad por ascender de los suburbios de una China torturada por el feudalismo. El mismo que les dio la identidad y que después hizo regar las ráfagas del exterminio para defenderla y sostenerla en la historia. 

Le sucedió lo mismo al frustrado pintor de Austria, al innombrable, el que montó su máquina infernal sobre la tierra para aniquilar todos los cuerpos sin herencia azul entre las venas. El que estalló en pedazos a la Europa entera en nombre de  un futuro en que “el hombre real” fuera imbatible. Y a Stalin en nombre de la igualdad indefectible, y a Papa Doc en nombre de la raza, y a  Fidel en nombre de la libertad, y  Pinochet en nombre de la tradición, y a los imperialistas en nombre de su hegemonía, y a las largas historias del poder anquilosado en la defensa a muerte de su gloria.

Defender los sistemas altruistas a costa de cadáveres, no solo resulta increíble y ridículo. es enfermizo y sádico. Resultarán subyugados siempre por su propia barbarie y su contradicción.

El Uribismo insiste en retornar a su violenta defensa de la paz, la más confusa de las abstracciones. Insisten en la intensidad de los fusiles y las bombas, aunque la guerra se prolongue en los abismos del tiempo. Siguen suponiendo que ese término abstracto es una atmósfera real en la que toda una nación puede vivir sin turbiedad, sin enemigos.

Querían lo mismo los grandes redentores que cubrieron su ideal con el carácter de la espada y el fuego.

Se ahogaron  todos en sangre.

 

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