Los románticos

Juan David Ochoa
31 de marzo de 2018 - 02:00 a. m.

La tercera vía, enfocada desde un centro que pretende sostener un discurso humano y ecologista entre los dos polos naturalmente antagónicos, tuvo el tiempo prudencial para exponer sus posturas antes de que el choque ideológico de los extremos empezara a aturdir, y no lo hizo. Sergio Fajardo respondió a cada pregunta o confrontación con el discurso del viento, hizo de toda aparición un espectáculo de maniqueísmo abstruso que intentó defender como la posición ideal de un centro suficientemente abierto y piadoso: sin juicios, sin señalamientos, sin adjetivos, sin marcas. Quiso levitar sobre las aguas turbias de un posconflicto sin lastimar la pureza de su posición, y se ha hundido progresivamente por vencimiento de términos. Como en un juicio, si nada confirma o niega una hipótesis o un postulado durante un tiempo determinado, se anulan todas las pretensiones. La atomización de la Alianza Verde, ahora llamada Coalición Colombia, fue detonada por su propio romanticismo.

Después de la conciencia tardía y la asimilación del golpe, aceptan cortos diálogos con De la Calle. Saben que el sello del brillante negociador del proceso de paz no tuvo favorabilidad en las encuestas por sus nexos con el Partido Liberal, ese basural del viejo progresismo, y saben que en una nueva alianza su imagen se desligará de sus taras y se multiplicarán considerablemente sus adeptos nuevamente esperanzados, pero tampoco les alcanzará. El bloque de la derecha ha sido suficientemente práctico para acercar los intereses socioeconómicos y las afinidades con el statu quo que han jurado nunca romper aunque se ensucie la estirpe de su sangre, y sus métodos publicitarios han sido tan prácticos como lo dicta la norma aprendida en 200 años de poderío.

El centro, defendido irónicamente a muerte por los pacifistas entre el choque de los polos, rechaza una alianza con Gustavo Petro por considerarlo polarizante y confrontador, les parece que la historia no debe atravesar las convulsiones violentas del pensamiento y que el entramado monumental de esta realidad atravesada por la mezquindad diplomática y la infamia puede resolverse sin nombrarla. Mientras las líneas románticas de la política deciden la viabilidad elemental de un diálogo y el posible consenso de sus ideas, al otro lado del pragmatismo ya están estructurados los pactos y los acuerdos gamonalistas junto a los bloques que dirigieron estos siglos con las reglas inamovibles del canon.

La pureza de los verdes sigue aferrándose a un crecimiento potencial de electores apáticos, sigue apostándole a la coherencia y a la perduración sin la incómoda necesidad de una nueva alianza que les haga evaporar la imagen y el trabajo sostenido. En el mundo ideal del humanismo tendrían razón, pero aquí no. El tiempo se acaba y esa vieja falange que viene recargada de odio desde el suburbio está usando todos los métodos de la codicia para recobrar el poder que cree merecer por las razones monárquicas de esa vieja sombra de la Colonia.

Tendrán que aprender pronto que el poder exige ambigüedad y diferencia, y que esa prístina esencia de romanticismo es el espejo exacto de la soberbia tradicional que criticaron siempre; la misma que cuando estuvo en los altos balcones del dogmatismo despreció otras posibilidades políticas por considerarlas espurias. Mientras dure el temor de una unión entre los bloques del progresismo, los clanes que conocen los trucos precisos del poder aplastarán esta tierna ligereza humana en primera vuelta.

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