Los tiempos del glifosato

Yesid Reyes Alvarado
10 de septiembre de 2019 - 05:00 a. m.

Esta semana el comisionado para la Paz, al manifestar su malestar por tasas de resiembra de coca cercanas al 60 %, dijo que en el 2020 volverán las aspersiones con glifosato. Este anuncio no solo llama la atención por evidenciar que el país marcha en dirección contraria a la comunidad europea, donde los esfuerzos se concentran en acelerar la prohibición del uso de ese herbicida; también sorprende porque muestra a un comisionado de Paz que, para la solución del problema, confía más en la represión que en el control de sus causas.

Desde que en el 2015 la Agencia Internacional para la Investigación del Cáncer señaló al glifosato como una sustancia probablemente cancerígena, Europa no ha dejado de mostrar su inquietud; en el 2017 la Unión Europea rechazó prolongar por 10 años la licencia para su utilización, autorizándola solo por la mitad de ese tiempo, es decir, hasta el 2022. En el 2019 la preocupación parece ir en aumento; en enero, la justicia administrativa francesa proscribió su venta en ese país; en marzo, el Tribunal General de la Unión Europa ordenó a la Autoridad Europea de Seguridad Alimentaria permitir el acceso a estudios de toxicidad del glifosato, incluidos los relacionados con sus probables efectos cancerígenos; en julio, Austria aprobó su retiro del mercado; y en septiembre Alemania, país donde tiene su sede la empresa dueña del producto, ha dicho que debe dejar de aplicarse a partir de 2023.

Si el Gobierno logra reanudar las aspersiones aéreas con glifosato en el 2020, lo hará a sabiendas de que dos años después vence la licencia para venderlo en Europa y de que, al año siguiente, se suspenderá su empleo en Alemania. Quizás entonces comencemos una larga batalla legal para vetarlo en Colombia, como la que hace poco consiguió erradicar en nuestro país el asbesto, 15 años después de que en Europa dejara de emplearse.

Para apoyar el uso del glifosato, el Comisionado afirmó que el porcentaje de resiembra de coca oscila entre el 50 % y el 67 %; lo que no dijo es que esas cifras corresponden a sitios en los que se ha erradicado de manera forzosa mientras, según un reciente informe de la ONU, ese porcentaje es del 0,6 % en las áreas donde se han adelantado programas de sustitución voluntaria de cultivos. Estas cifras no tienen nada de sorprendente; si a los pequeños cultivadores se les priva de la coca que les provee su sustento y en lugar de ofrecerles una alternativa legal viable se los persigue como criminales, no tendrán opción distinta a la de buscar nuevas tierras y nuevos patrocinadores para sembrar coca. Si, por el contrario, el Estado los apoya para que puedan producir y comercializar productos lícitos de manera competitiva, los estará alejando del peligroso entorno de las drogas ilícitas.

Es el viejo dilema entre la represión y la prevención que el comisionado de Paz —vaya paradoja— resuelve en favor de aquella, al apostarle a que la velocidad con que el glifosato erradica la coca es superior a la de las resiembras, sin importar los daños que se causen a la salud de las personas y al medio ambiente; pero eso no es lo que muestra el balance de los últimos 50 años de lucha contra las drogas.

 

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