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Los tuits de Samuel Azout

Claudia Morales
19 de junio de 2020 - 05:00 a. m.

El hermano de la vicepresidenta, Marta Lucía Ramírez, fue un narcotraficante. Digo que fue, porque no sé qué hace ahora. Se llama Bernardo Ramírez.

El día que lo supimos —gracias a una investigación periodística—, el presidente Duque, políticos del partido de gobierno y ciudadanos dieron su respaldo a la funcionaria argumentando que nadie puede ser culpable por los delitos de sangre. Tienen razón.

A la señora no la cuestionamos, otros ciudadanos, porque su hermano fuera (¿es?) un bandido, sino porque ella ha vivido del Estado la mayor parte de su carrera, y no pensó que era importante contar que su hermano llenaba de droga la barriga de la gente y que ella pagó una fianza millonaria para sacarlo de la cárcel.

De todas las banderas a favor de Ramírez, la que llamó mi atención fue la que sacó en Twitter el empresario Samuel Azout. No conozco al señor y la imagen distante que tengo de él es la de un colombiano respetuoso y trabajador. Pero lo que escribió me cayó muy mal:

“Quien no tenga un pariente o amigo que haya sido narcotraficante que tire la primera piedra”, opinó y, luego, escribió: “Ahora resulta que nadie nunca en Colombia ha conocido a un narcotraficante ni a nadie lejanamente relacionado con ese delito. Vaya cinismo! (sic)”.

Unos días después, ofreció disculpas: “Si algún día hemos de superar lo que ha sido la gran tragedia del narcotráfico en Colombia, debemos poder recordar nuestros comportamientos ante el fenómeno, la manera como impactó nuestras vidas y la de nuestras familias, o de personas conocidas, ya sea por acción u omisión”.

Lo que expresó Azout en su mea culpa es lo que no ha ocurrido, en parte, porque lo que aseguró en sus primeros tuits refleja el pensamiento de una parte de nuestra sociedad, que sí es complaciente con la delincuencia. Así como normalizan la muerte, normalizan al narco, al asesino, al que se roba los impuestos, al aliado de los paramilitares y al que voltea la cara cuando la guerrilla comete atrocidades.

Yo vi familias destruidas porque alguno de sus miembros se convertía en “mágico”; también vi papás y mamás con la más profunda tristeza porque sus hijos robaban las porcelanas de la casa para comprar cocaína o bazuco. Me duele pensar en el país de los 623 atentados que cometieron los narcos; me avergüenza una Colombia en la que 550 policías fueron asesinados por sicarios de Escobar. A cualquier persona debería aterrarle saber que 15.000 personas murieron entre 1989 y 2013 por la guerra contra el narcotráfico (datos del artículo “Las cifras del mal”, revista Semana, 11/23/13).

Desde la literatura, que es el mundo en el que trabajo, les recomendaría a los que creen que en un país de narcos todos sonreímos y nos peleamos por ir a sus bacanales leer los libros de Jorge Franco o La cuadra, de Gilmer Mesa: “… a la par del dinero se adquiría prestigio y respeto, algo que no otorgaba sino el crimen, no la riqueza ni el trabajo, ni mucho menos el estudio, solo el crimen, y para quienes nacimos en un barrio popular de una ciudad como esta, el respeto es más necesario para sobrevivir que el aire”. Mesa habla de su cuadra en el barrio Aranjuez, en Medellín, y del respeto que se lograba al convertirse en narco o sicario.

Más que “recordar nuestros comportamientos”, como afirmó Azout, Colombia tiene pendiente un debate menos hipócrita y moralista sobre los fajos de plata que mueve la guerra contra el narcotráfico y, también, sobre la simpatía que producen el dinero fácil y el consumo de algunas drogas ilícitas, no solo como ocurría en la cuadra de Gilmer Mesa, sino como pasa en las más altas esferas del poder.

@ClaMoralesM

* Periodista.

 

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