Los uribistas y su miedo al sexo

Sergio Ocampo Madrid
24 de julio de 2017 - 02:00 a. m.

¿En qué momento el debate por la desmesurada y mercenaria afirmación de Álvaro Uribe de que Daniel Samper Ospina es un violador de niños, se nos desvió a determinar si la revista Soho es pornográfica y Samper un pornógrafo?

Si no fuera por el evidente carácter de justificar al expresidente en lo injustificable y de diluir el debate legal por la injuria y calumnia en una polémica de altas subjetividades y valoraciones morales, sería sensacional, aunque infructuoso, ponernos a discutir sobre la naturaleza porno de esa revista y las intenciones de su ex director.

El problema es que hablar de pornografía es meterse en uno de los temas más espinosos de la civilización, más inacabados, más difusos. Y se necesita más de una pirueta semántica, un circunloquio de esos en los que los uribistas son expertos (expertos del absurdo) para explicar cómo fue que el propio líder del Centro Democrático escribió unos versos allí, en 2004, en los que hablaba sobre arcoíris, cenizas, olvido, amor, nostalgias y el bien del prójimo. Y ni vale la pena mencionar que su nuera y uno de sus hijos posaron para la revista.

Pero en serio hablemos de pornografía, de sus mitos, sus berenjenales, sus dobles (o triples o cuádruples) discursos; de la actitud común de proscribirla en público y disfrutarla en privado. La anécdota del senador William Hays lo revela inclusive de un modo poético. Hays fue coautor del famoso código que en los años 30 determinó lo que se podía mostrar del cuerpo y del sexo en el cine de Hollywood, inclusive con los tiempos máximos de duración de un beso para no atentar contra el decoro, o la cantidad de piel que se podía exhibir en un filme. Y los ombligos quedaron prohibidos, pues Hays siempre los consideró pornográficos. Pero en 1954, cuando falleció, la opinión pública vino a enterarse, por su ex esposa, que tenía una colección secreta de decenas de ombligos en fotografías.

Decir pornografía es ubicar de inmediato las cosas en un plano de inmoralidad, de bajas pasiones, de apetitos ocultos. Esa condena vehemente a la pornografía olvida que, como decía Alberto Merani, en su “Carta abierta a los consumidores de psicología”, se trata básicamente de un invento burgués que siempre ha servido de antídoto natural a la represión sexual, esa dimensión antigua que la moral burguesa llevó a unos límites imposibles de inhumanidad. En ese sentido, Merani incluso le reconoció un gran valor social.

El debate más difícil de todos, el más enconado e inútil, es el de dónde está la frontera entre porno y erotismo, y por ende dónde comienza a ser arte la exhibición o la descripción del cuerpo humano y sus fisiologías y dónde empieza la obscenidad. Esa polémica es tan antigua y a la vez tan actual que hace cinco siglos que los sonetos de Aretino fueron perseguidos y al poeta le tocó escribir Obras morales para contrarrestar la furia de la iglesia. Pero también hace seis años, en Cuba, el número 69 de la revista Unión fue mandado a recoger por la Unión de Escritores Cubanos porque contenía tres sonetos licenciosos de Aretino.

Recuerdo haber leído una definición del crítico de cine Mauricio Laurens, hace casi tres décadas, según la cual pornografía es la exhibición reiterada, gratuita e injustificada de órganos y situaciones sexuales. Hoy se se me viene a la mente la bellísima escena que sirve de prólogo a “El anticristo”, de Lars von Trier, en la cual un hombre penetra en vivo y en directo, y sin elipsis, a una mujer, mientras un niño cae por una ventana. Todo en blanco y negro. Y en 2009, hasta en Cannes se escandalizaron con esta formidable cinta.

Dice Andrés Barba en “La ceremonia del porno” que hay una convicción muy extendida, y si no falsa al menos un poco ridícula, en el sentido de que arte y pornografía son categorías o cualidades que se repelen y que no pueden coexistir en la misma cosa: “se cree que si la cualidad artística (sea lo que sea esto) se verifica en la obra, redime o anula su cualidad pornográfica”.

Excluyendo el hecho criminal de utilizar niños en la pornografía, que no solo es un delito sino una monstruosidad, todo lo demás entra en el universo más prosaico de nuestra cotidianidad. Consumimos porno, lo negamos, la repudiamos públicamente, la vemos como el género más primitivo de la ficción, a pesar de que, como dice también Andrés Barba, ningún otro género consigue más participación intensa y activa del espectador.

Entonces, ¿es Soho una publicación pornográfica, como asegura el uribismo y sugieren incluso algunos intelectuales de este país? Por todo lo anteriormente expuesto, creo que no, pero si lo fuera ¿qué? Sin ser un lector regular, admito haber leído algunas crónicas enormes allí; recuerdo, también, el foto reportaje sobre la pedofilia en la iglesia, de Mauricio Vélez; la espectacular composición de La última cena; la magia del blanco y negro para hacer ver a Yidis Medina como una gordita sensual a lo Rubens. Las Lolitas de Navokov, que ahora (tantos años después) generaron la denuncia mentirosa de explotación de menores y abuso.

Además del pésimo concepto que tengo del doctor Uribe y sus cortesanos, que reafirmo con todo este mal episodio, vengo a entender, con la ayuda de Freud, que su mala índole debe tener mucho de insatisfacción sexual y de miedo al sexo.

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