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Lula

Luis Eduardo Garzón
23 de abril de 2009 - 02:44 a. m.

A PESAR DE QUE TIENE UNA POPULAridad en su país del 80% no se siente Dios en la tierra.

Pierde las elecciones en São Paulo y Porto Alegre e, inmediatamente, felicita a los ganadores. Sonríe y se divierte, sin dejar de trabajar, trabajar y trabajar. El “tapar, tapar y tapar” no fue su actitud cuando de asumir responsabilidades de corrupción en su partido se trataba. Es directo y frentero, pero no grosero ni despectivo con sus contradictores. Promueve nuevos liderazgos, apostándole a que por primera vez se dé la posibilidad de una mujer en la presidencia carioca sin importar su pasado guerrillero. Le sugiere a su militancia que primero hablen de coalición, después del candidato, y ahí sí de exponerse a las urnas. En Colombia la izquierda ya lo hubiera expulsado. No se ruboriza al confesar su pragmatismo, señalándoles a aquellos que hacen de su vida un discurso de oposición que cuando uno está en ella dice lo que cree y piensa que se debe hacer, pero cuando se es gobierno se hace o se hace. No renuncia a sus principios socialistas, pero es enfático en afirmar que no se puede concebir una sociedad sin derecho de huelga, sin alternancia de poder y sin libertades democráticas. Es claro con las extremas, pero no es pendenciero con ellas. Ha superado las expectativas de la lucha contra la pobreza, haciendo de ella un derecho y no un acto politiquero. No expropia, convoca. El diálogo y la negociación le son inherentes.

Cuando de afirmar su independencia se trata, es vertical. Critica sin vacilación el proteccionismo gringo. Defiende el biocombustible como alternativa energética, pero sin promover Carimaguas. No hace del Fondo Monetario Internacional un panfleto y en lugar de estimular su extinción le pone condiciones a su existencia señalando que se debe democratizar y proponiendo que, a pesar de que algunos países ponen más dinero porque tienen más, en las decisiones debe ser vinculado el colectivo, convencido de que los que más necesitan saben cuáles son sus prioridades. Menos tecnocracia y más política. No más misiones recomendando ajustes fiscales y una plena autonomía de los acreedores. En etapas de crisis afirma que la única manera de enfrentar el desempleo es reduciendo la jornada laboral, de tal manera que haya menos gente en la calle y muchos más ciudadanos trabajando.

El gobierno brasileño ha demostrado que liderando la integración es como se resuelven los problemas de la gente. Con Argentina están haciendo los intercambios comerciales en sus propias monedas. Fundaron Unasur, que podría ser el comienzo de un proceso similar al que empezó hace cincuenta años en la Unión Europea. Respetando identidades propias de cada país promueven la planeación, para que carreteras, ferrocarriles, telecomunicaciones y energía se compartan, no como enemigos, sino como seres humanos que se dividen el mismo espacio geográfico. En lugar de gruñir y hacer pataletas mediáticas, lima asperezas con los Evo Morales y Rafael Correa utilizando los medios diplomáticos. Tiene un Canciller para lo que es y no para buscar autógrafos de sus colegas en medio de una reunión de comensales.

Ese es Lula. Ese es el extremo centro. Es un oasis en medio del desierto de las crispaciones de los gobiernos que difunden mayores confrontaciones entre sus propios conciudadanos y sus vecinos. Hoy por hoy, es el líder natural de América Latina.

 

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