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Maduro o el principio del fin

Juan Francisco Ortega
17 de septiembre de 2015 - 04:01 a. m.

Hace unos días, el opositor venezolano Leopoldo López fue condenado a 13 años y nueve meses por los delitos de instigación pública, daños a la propiedad, incendio intencional y asociación para delinquir.

Sin lugar a dudas, el papel aguanta cualquier cosa. La realidad es bien conocida: en una manifestación contra el régimen venezolano, en el ejercicio de los derechos de manifestación propios de cualquier democracia, se produjeron una serie de muertos a manos de las fuerzas oficialistas. Algunos manifestantes —nadie asegura que no fueran gentes del régimen infiltrados— cometieron actos vandálicos. La reacción de la Fuerza Pública fue claramente desproporcionada, dando como resultado 43 víctimas mortales, todas ellas desarmadas.

La realidad no admite discusión. La situación venezolana es, simplemente, catastrófica se mire por donde se mire. El régimen venezolano, que no olvidemos llega al poder ante la total falta de credibilidad de la oposición que durante años había mantenido a la mayoría absoluta de la población en la más estricta pobreza, está en un punto de no retorno. Sin una política económica realista que ha generado la destrucción de la casi totalidad de su sector productivo, apenas puede alimentar y suministrar productos básicos a su población. Todo se importa. Y con la gallina de los huevos de oro —el precio del petróleo— en horas bajas, simplemente no se puede. Los medios de comunicación, prácticamente todos oficialistas, y los pocos que no, fuertemente perseguidos y acosados, repiten el discurso oficial. Muchas cosas se creen. La ausencia de hambre, cuando la sientes, no.

A nivel internacional, y ante el descontento interno, el régimen de Maduro busca enemigos externos con los que exaltar los ánimos patrióticos y la adhesión del pueblo a su causa. Es una táctica política bien conocida. Si para ello, como ha ocurrido con Colombia, hay que vulnerar los derechos de cientos de ciudadanos, separar familias y derribar casas arruinando la vida de personas humildes, se hace.

La sentencia de Leopoldo López es la manifestación de algo que ya se sabía. La ausencia de separación de poderes en Venezuela y la negación de los derechos fundamentales a los opositores democráticos. Aun, días después de hacerse público el fallo condenatorio, no es posible leer la sentencia. La oscuridad absoluta. La existencia de un debido proceso con garantías ha brillado por su ausencia -los dos testigos admitidos a la defensa frente a los 63 de la acusación son un claro ejemplo de ello-. Todo ello, claro está, sin contar el propio sin sentido de la acusación. Una acusación que en ningún país con garantías hubiera prosperado. Pero esto es justamente lo que sucede. Venezuela es un país sin garantías donde se ha dictado una clara sentencia política. Y los gobiernos de la zona, que lo saben, callados. Ni una sola declaración de condena.

La discusión no es si Maduro es de izquierda o no -creo que su boato puede ser calificado como tal, pero no sus actuaciones que no son propias, no ya de una izquierda democrática, sino de un gobernante con el mínimo sentido común-, sino si el régimen venezolano -utilizando el concepto de régimen en su sentido politológico como estructura- respeta los derechos humanos. La realidad es que no. Los derechos humanos y los derechos fundamentales son continuamente vulnerados (derecho de manifestación, asociación, derechos de participación política, etc.). Esta es la verdad, la diga Agamenón o su porquero, la derecha más reaccionaria o la izquierda más democrática.

Ojalá la oposición venezolana sea capaz de unirse y construir un proyecto de país basado en el sentido común y no en el interés de unos pocos, en la construcción de un país más justo, igualitario y equitativo. No olvidemos que, debido a una desigualdad radical y a una corrupción rampante, llegaron a donde hoy se encuentran. Sólo así podrán recuperar la confianza y soñar con reconstruir lo que hoy está deshecho. En soñar con que se está en el principio del fin.

El autor es doctor en derecho y director del Grupo de Estudios de Derecho de la Competencia y de la Propiedad Intelectual de la Universidad de los Andes.

@Jfod

 

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