Mafia judicial

Yolanda Ruiz
31 de agosto de 2017 - 02:30 a. m.

No tocamos fondo en materia de corrupción, como dicen algunos, estamos anclados en el fondo desde hace tiempo y hemos perdido la confianza, elemento fundamental de la sociedad para convivir. Lo de magistrados corruptos lo sabíamos, pero a muchos les ha resultado más fácil mirar para otro lado.

Así pasó cuando eligieron al eminente jurista Jorge Pretelt, quien llegó a la Corte Constitucional a pesar de las sospechas que algunos tenían antes de su elección, pero como primero van los cálculos políticos y luego el país, ahí tenemos. Pasa ahora con Francisco Ricaurte y Leonidas Bustos, en el ojo del huracán por las denuncias que los señalan de haber convertido el escenario más alto de nuestra justicia en su negocio personal. Su dudosa conducta era un secreto a voces que denunciaron valientes periodistas, pero poco se vio actuar a los organismos de control que estaban en otros menesteres.

En el fondo estamos y si la justicia de Estados Unidos no nos manda las pruebas que han permitido comenzar a jalar el hilo de la corruptela, todos los delitos seguirían enterrados y en la Fiscalía seguiría despachando encargado de la lucha anticorrupción un corrupto de marca mayor que, según dicen, llegó al cargo de la mano de sus cómplices, con sus recomendaciones bajo el brazo. ¿Cuántos cargos más se habrán surtido en la Fiscalía con palanca de los que hoy están investigados? En el sistema del yo te elijo, tú me eliges, yo te recomiendo y tú me recomiendas, las mafias de la justicia montaron un entramado que ocupa hoy una parte importante de los altos cargos judiciales. Ni qué decir sobre lo que pasa en los rangos medios o en los juzgados en donde se venden fallos, traslados, aplazamientos de audiencias. Hay jueces y fiscales honestos, por supuesto, y me atrevo a decir que pueden ser mayoría, pero el daño está hecho y la desconfianza crece.

Era obvio que esa mafia judicial tuviera relación directa con otra que conocemos de tiempo atrás, la de los políticos corruptos dueños de pedazos de Colombia mediante los votos cautivos que son moneda de cambio para negociar. Ante ellos, silencio también: los partidos políticos y hasta el presidente de la República en trance de reelección aceptaron el apoyo de los “Ñoños” de todos los calibres que sonreían en tarima a pesar de los interrogantes que los rodeaban. Cómo serían de evidentes las dudas que ese término se convirtió en sinónimo de politiquería sospechosa. ¿A alguien le sorprendió que acusaran de corrupción a Ñoño Elías? Lo sorprendente es verlo capturado porque lo usual es que los personajes dudosos suban y se muevan como pez en el agua en los escenarios de poder.

Son tantas las palabras lanzadas al viento hablando de la pérdida de valores y confianza que poco queda por decir. Estamos en el fondo y a pesar del pesimismo pongo mi fe en las personas. Creo que es el momento de que se pronuncien y actúen los decentes. No los que quieren pescar en el río revuelto de la indignación para sacar tajada y seguir en las mismas. Hablo de quienes hacen esfuerzos silenciosos para que se haga justicia, los que saben cómo y dónde operan los corruptos pero callan por miedo o porque no se quieren untar y, sin quererlo, se convierten en cómplices de las mafias. Si la Constituyente es un camino, no lo sé. Si las reformas servirán, si toca barajar y repartir de nuevo, no lo sé. Pero creo fervientemente en la urgencia de rescatar la decencia como valor fundamental. Suena ingenuo, pero la historia nos demuestra que “hecha la ley, hecha la trampa”, entonces más nos vale hacer esfuerzos para que los ciudadanos estemos dispuestos a cumplir la ley y eso debe empezar por recuperar para la decencia la majestad de la justicia.

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