“Me duelen mucho la cabeza y los ojos”, “tengo los brazos inflamados”, “me duele la espalda”, “las clases son muy aburridas”, “no estoy entendiendo nada”, “me estoy quedando dormida”, “mami, hoy no quiero prender el computador”.
Si estas frases les parecen familiares es porque seguramente tienen hijos e hijas tomando clases en el colegio virtual. Isabela, mi hija, tiene 11 años, está en sexto grado y entra a clases a las 8 a.m., tiene un descanso para almorzar de 12:15 a 1:15 p.m., y debe regresar al computador hasta las 3 p.m. Hay unas pausas activas de 10 minutos que generalmente no puede tomar porque debe adelantar aquello que no alcanzó a hacer durante las clases. Conclusión, pasa seis horas frente a una pantalla.
Isabela ha sido siempre una niña feliz y uno de sus mayores placeres era ir al colegio. Allí había sido una buena estudiante, compañera y amiga, sana y excelente deportista. Ahora, le duele pararse de la cama, ya no juega voleibol y las relaciones con sus amigas de siempre cambiaron. Y es que pasa algo que he observado cuando me quedo en casa atenta a lo que ocurre en la dinámica de las clases: los niños y niñas ya no se ríen. Podría ser un tema menor, pero para mí lo es todo: la risa es sinónimo de complicidad, de amistad, de confort y, por qué no, de buen aprendizaje.
Esto último, el aprendizaje, a pesar de los esfuerzos de los maestros y maestras, que no me canso de agradecer, también se afectó. No es lógico imponer un pénsum académico a través de la virtualidad tal cual como si estuvieran recibiendo clases presencialmente. Mi hija está aprendiendo muy poco, esa es otra conclusión.
Ante el desasosiego que me produce ver a Isabela en estas condiciones, pregunté en mi cuenta de Twitter cómo están haciendo otros colegios y recibí cerca de 200 respuestas geniales sobre horarios cortos y flexibles, compromisos individuales, dinámicas alegres y algo que me encantó: la confianza que entregan a los estudiantes y padres de familia para que varias exigencias académicas se cumplan sin la obligatoriedad de la conexión y en los tiempos que cada cual determine.
No me da el espacio para ahondar en otro asunto de mayor gravedad, tanto para los niños, niñas, adolescentes y adultos, provocado por el encierro y la incertidumbre, que es la muestra de síntomas sicológicos y/o siquiátricos. No es normal lo que nos está pasando y no estamos hablando suficiente sobre ello.
Escribo esta columna desde el Quindío, donde los casos de COVID-19 aumentan todos los días, donde hay una ausencia de autoridad en todos los niveles y donde muchos ciudadanos de aquí y de afuera retan cada día nuestra paciencia y aumentan el riesgo contra nuestra salud con su pésimo comportamiento ante la pandemia. Tengo que decirlo: en estas condiciones, es imposible que los colegios responsables asuman un regreso parcial a clases.
Este es un llamado a la comunidad educativa y a los padres de familia para que pensemos en alternativas que les devuelvan la alegría de estudiar a nuestros hijos e hijas, y para que provoquemos cambios urgentemente. Yo sí quisiera que Isabela entrara a sus clases virtuales con otra actitud y, sobre todo, que recuperara su entusiasmo por el conocimiento. Hago el llamado también en beneficio de los maestros y maestras que deben luchar con sus propias angustias, sus hijos y el reto de ser originales con sus clases.
La vida nos cambió y de nosotros depende hacerla más amable. Ojalá muy pronto no oyera más: “Mami, hoy no quiero prender el computador”.
* Periodista. @ClaMoralesM