Mao: el Buda de la plata

Santiago Villa
24 de abril de 2018 - 03:30 a. m.

Ayer estuve durante dos días en el pueblo donde nació Mao Zedong, el fundador de la República Popular de China. Se llama Shaoshan y está rodeado de verdes y bucólicas montañas; bosques de bambú reflejados sobre la superficie de lagos apacibles. 

Mao creció con ciertas sensibilidades literarias, no sólo por el escenario natural sino porque su condición social lo facilitaba. Su padre era un terrateniente acomodado, aunque no un latifundista. Como otros autócratas de la historia, Mao tenía una anémica vena artística cuya sangre manchó la posteridad con un oprobio comparable a los crímenes que asentaron su poder. En otras palabras, Mao era un mal poeta y un político canalla.

El camino a la cima, en especial durante una revolución armada, es sangriento. Dos famosas frases suyas son: “El poder se gana con el cañón de un arma” y “la guerra es el único camino hacia la paz”.

Mao salvó a China del dominio extranjero y la sumió en la soledad. Mao libró al pueblo chino del hambre y causó la peor hambruna de su historia. Mao fue hijo del dinero y lanzó la más despiadada persecución contra los hijos del dinero. Mao prohibió la religión y se convirtió en el dios sol. En la estrella roja cuyo pensamiento habría de brillar sobre todos los pueblos del mundo.

Lo diré de nuevo: Mao fue el Dios Sol.

Hoy es el Buda de la plata. 

Con la apertura del país al mundo y al flujo de capital, la naturaleza del maoísmo ha cambiado. Llanamente, se acabó, y ahora lo siguen los rojos nostálgicos de la vieja guardia y los campesinos. También estudiantes o profesores universitarios que están sensibilizados con la desigualdad e injusticia social de su país. Algunos de ellos incluso han sido puestos presos por hacer críticas al sistema actual.

Mao es una figura controversial. Los gobernantes de China, muchos de ellos víctimas directas o hijos de víctimas de sus inagotables purgas, lo desprecian. La clase intelectual lo abomina. Lo considera un rezago del pasado que resulta imposible de borrar por ser tan íntimo; como un tío viejo que le lanza miradas lascivas a las sobrinas más jóvenes durante las reuniones familiares.

Sea como fuere, el pueblo de Mao Zedong es quizás el único lugar de China que hoy en día se beneficia de Mao Zedong. Decenas de miles de turistas van cada semana para visitar la casa en la que él nació y una estatua dorada de unos veinte metros de altura que celebra su imagen, que se repite además en cada una de las innumerables tiendas que exhiben filas vertiginosas de estatuas en ese mismo dorado bronce.

Mao alzando el brazo. Mao con el gabán ondeando. Mao sentado y cruzando una pierna. Mao siempre en la misma edad: unos cincuenta sin arrugas. Aunque a veces se reproduce la efigie de un Mao a sus veintitantos con una gorra verde y uniforme verde militar. Las deidades generalmente se hallan representadas en una misma edad, o a veces dos. La inmortalidad, finalmente, es eso: anular el tiempo. Jesús es un divino niño o un muérgano treintañero. Y Mao es un dios secular, fruto de esa extraña y cruel religión de Estado que es el comunismo.

En un restaurante llamado “La Casa de Mao” hay un altar dispuesto para una de estas estatuas. Mao de pie con las manos juntas poco más arriba de la ingle. A sus pies hay ofrendas. Cuatro copas de baijiu, el aguardiente chino. Sus platos favoritos, que eran la panza de cerdo asada en caldero y el pescado con ají picado. Un pequeño brasero para incienso donde uno que otro guarro deja un cigarrillo encendido. Y una enorme caja de vidrio con una ranura arriba. Dentro hay billetes de diversas denominaciones (incluso las más altas), pues según la tradición de los altares el monto que se deposite será devuelto en creces. Frente al altar hay un cojín de cuero falso para los que quieran arrodillarse a rezar.

En Shaoshan, Mao es el Buda de la plata.

Twitter: @santiagovillach

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