Mare vitale

Sorayda Peguero Isaac
11 de mayo de 2019 - 05:00 a. m.

Ida Vitale dice que el azar es un dios extraviado que no solo esconde la catástrofe: a veces admite que dure un poco la alegría. Uno quisiera que el júbilo de conversar con ella tuviera la elasticidad de un chicle. Pero ya se sabe que una de las grandes virtudes de la alegría es su naturaleza perecedera. Llega el momento de la despedida. Me mira con esos ojos clarísimos que heredó de su padre, y me pregunta: “Y tú, ¿te quedarás en Barcelona para siempre?”. Cuando se habla de estar lejos, Ida Vitale se las sabe todas. Regresó a su país después de 25 años bregando con las consecuencias de “ciertos alejamientos naturales”, con la brava tentación de traicionar el mar, su mar.

A veces voy caminando por la Rambla de Sabadell y vuelvo la cabeza como si alguien voceara mi nombre. Miro al fondo de las calles perpendiculares para ver si él está ahí. Carrer del Jardí, Carrer de Lacy, Carrer de Riego... El mar Caribe ha dejado de ser una imagen palpable a todas horas. Ahora es una foto presa en un relicario que llevo clavado entre la espalda y el pecho, un rugido escondido detrás de una farola.

“Hay momentos de desánimo que provienen de eso, de pérdidas inimaginables para las que nuestra vida anterior no había creado defensas preparatorias: la falta del mar era una muy importante”. Ida Vitale lo cuenta en Shakespeare Palace (Lumen, 2018), las memorias de su exilio mexicano. Cuando vivía en su natal Montevideo, la presencia del mar estuvo siempre al alcance de su mirada. En México se dio cuenta de un error que cometemos muchos: “La equivocada seguridad de que el nacer cerca del mar implicaba tenerlo asegurado para siempre”.

Nunca se me ocurrió pensar que podía tener el Mediterráneo como algo mío. Aprecio sus islas Medas, su temperamento, su azul distinto y su alianza perfecta con las montañas. Pero mi añoranza natural parte de un principio básico: los afectos son insustituibles. Me ocurre más de lo que esperaba: la gente quiere que le hable de aquel mar. Y yo, que no tengo la capacidad de crear un orden de palabras que describa sus ataques de furia, su sosegada belleza, tantas cosas, apenas digo algo. El descubrimiento de lo indescifrable debe ser cosa de cada uno. Así que me limito a secundar a los veraneantes que visitan la isla en riguroso régimen de ocho noches y nueve días, convencidos de que no hay mar más azul, arena más blanca, paraíso más seductor, ni más misterios por descubrir. Inocentes criaturas.

Los pescadores que salen en barcas que parecen cajas de cerillas, con sus velas encendidas por las primeras luces del amanecer, tienen en la punta de la lengua todas las palabras que me faltan. Han visto los destellos fluorescentes alumbrando los arrecifes, las botellas extraviadas, con mensajes que nadie leerá. Los galeones hundidos, con los cofres oxidados de las marquesitas españolas, el rito amoroso de las ballenas, la danza festiva de los delfines. El mar los acompaña y los alimenta, a ellos les pertenece.

sorayda.peguero@gmail.com

 

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