Más allá de Abu Ghraib

Arlene B. Tickner
29 de abril de 2009 - 03:03 a. m.

La verdad cojea pero llega. Lo confirma el debate que han suscitado las revelaciones públicas sobre las tácticas adoptadas por el gobierno Bush en su guerra contra el terrorismo.

El manejo de esa verdad que ha crecido como una bola de nieve en tiempos recientes— es de los principales retos que confronta hoy la administración de Barack Obama. 

Si bien en abril de 2004 el mundo conoció de primera mano los abusos monstruosos cometidos en la cárcel de Abu Ghraib, el argumento de que éstos constituían casos aislados y no una política oficial, en combinación con el castigo “ejemplar” al que fueron sometidos los militares responsables, permitió al gobierno estadounidense tomar distancia del problema, en especial frente a la opinión nacional.

Fueron apareciendo más piezas del rompecabezas. En septiembre de 2006 Bush reconoció que Estados Unidos aplicaba “procedimientos alternativos” de interrogación a sospechosos del terrorismo para prevenir futuros ataques, pero negó que éstos constituyeran formas de tortura. Poco después el Congreso aprobó una ley para garantizar la inmunidad judicial de sus ejecutores, pese a las crecientes evidencias de que el país estaba cometiendo crímenes de guerra.

El punto de no retorno llegó en enero de este año. Al asumir la presidencia, Obama ordenó el cierre de la prisión de Guantánamo y prohibió el uso de técnicas de interrogación como la asfixia simulada o waterboarding. En su audiencia de confirmación, el fiscal Eric Holder afirmó incluso que ello era tortura. El que Estados Unidos practicó diversas formas de tortura, que ello fuese aprobado por el presidente Bush y monitoreado por altos oficiales, y que se estableciera un escudo jurídico alrededor de su aplicación para exonerar al gobierno del respeto de sus propias leyes y de las Convenciones de Ginebra fue confirmado este mes cuando un informe confidencial del Comité Internacional de la Cruz Roja de 2007 y varios memorandos oficiales fueron desclasificados.

El presidente Obama ha dicho que la prohibición de las tácticas de lucha antiterrorista violatorias del derecho nacional e internacional, junto con la condena pública de quienes las ordenaran y diseñaran son suficientes para dar fin a este horrible capítulo de la historia estadounidense y reparar el daño hecho a su reputación mundial. Asimismo, ha controvertido el argumento central de su antecesor al mostrar que los logros concretos de la tortura no justifican su utilización, no solo porque es ilegal e inmoral sino porque no ha sido efectiva como estrategia. Sin embargo, muchos demócratas han exigido que los responsables sean investigados, rindan cuentas sobre lo que hicieron y sufran alguna sanción.

Ver a Donald Rumsfeld, Dick Cheney, Alberto Gonzales o Condoleezza Rice en la picota pública es poco probable aunque sería lo más justo. La crisis económica exige un apoyo bipartidista que convierte su investigación en suicidio político, al tiempo que los obstáculos jurídicos que erigió el gobierno Bush para blindarse frente a esta eventualidad son considerables. Pero no hay que subestimar el peso de la verdad ni las presiones que enfrenta Obama para encararla.

Profesora Titular. Departamento de Ciencia Política, Universidad de los Andes

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