Masa y poder

Héctor Abad Faciolince
01 de diciembre de 2019 - 05:00 a. m.

En América Latina la rebelión de las masas ha sacado del poder en los últimos meses a un gobernador en Puerto Rico (Rosselló renunció en julio tras dos semanas de manifestaciones) y a un presidente en Bolivia (Evo Morales salió al exilio en noviembre), ha puesto a tambalear al presidente de Venezuela, y ha puesto en entredicho mandatos electorales recientes de los presidentes de Chile y Colombia. Si en el caso de Evo el movimiento callejero fue complementado por las fuerzas armadas de Bolivia, en el caso de Maduro fueron las fuerzas armadas de Venezuela las que impidieron que el presidente bolivariano fuera derrocado por las manifestaciones multitudinarias.

Siendo un poco esquemáticos podríamos decir que a Rosselló lo sacó del poder un movimiento popular de izquierda y a Evo Morales un movimiento popular de derecha. Yo no diría que Maduro es de izquierda y que quienes se le oponen son de derecha, pero los bolivarianos llegaron al poder vendiéndose como izquierdistas, tienen un discurso populista de izquierda y han arruinado a uno de los países más ricos de Latinoamérica con políticas económicas que la izquierda más rancia defiende también en Colombia y en Chile. Da la impresión de que si un gobierno se inclina a la izquierda (Evo y Maduro), salen a la calle ciudadanos que se inclinan a la derecha, y si el gobierno se inclina a la derecha (Colombia y Chile), salen a la calle ciudadanos que se inclinan a la izquierda. Lo curioso es que haya movimientos callejeros en ambos casos y que también en cada bando hayan tenido éxito.

Lo anterior indica que sin duda hay malestar e inconformidad con los gobiernos de corte capitalista y liberal, pero no parece haber gran felicidad con los gobiernos que han ensayado otro tipo de políticas públicas y económicas populistas o socialistas. Por eso mismo la simbología de la protesta puede migrar de un lado del espectro al otro. El ejemplo más claro es el de las cacerolas: el cacerolazo surge en Chile como una protesta contra el gobierno socialista de Allende, por la escasez de comida para poner en la olla. Cuando se oyen cacerolazos en el barrio Rosales de Bogotá, en manos de personas bien alimentadas, se entiende que nadie es consciente de la historia, sino que la cacerola se usa simplemente como tambor. Y a las marchas siguen otras contramarchas: en Bolivia marcharon contra Evo y ahora marchan contra quienes aspiran a reemplazarlo.

Lo anterior hace que los discursos se vuelvan confusos, contradictorios: el uribismo, que celebraba las manifestaciones populares en Venezuela, abomina las marchas “infiltradas por el chavismo” en Colombia; los simpatizantes aquí del movimiento bolivariano, que veían las marchas de Venezuela como un “intento de golpe de Estado apoyado por los paramilitares”, celebran las marchas colombianas como una manifestación auténtica y genuina del descontento popular.

El malestar, la insatisfacción contra cualquier tipo de gobierno, contra las élites en general, da la impresión de que es una explosión global de desconfianza. Hoy en día ni siquiera los fenómenos climáticos pueden ser atribuidos a Dios, al demonio o a causas naturales. Antes era ridículo decir que la lluvia o la sequía eran culpa del gobierno; hoy, con las evidencias del origen humano del cambio climático, es posible decir que todo es culpa del gobierno. Y los gobernados no son capaces de ninguna autocrítica: la culpa es de la élite distante, indiferente y corrupta que gobierna, no de quienes prenden antorchas de gasolina.

Decía esta semana Daniel Innerarity: “Las derechas desconfían de los gobiernos porque los creen ineficaces y las izquierdas porque son poco participativos: unos confían demasiado en los expertos y otros confían demasiado en la gente”. El problema es que tanto los expertos como las masas populares se equivocan, y no parece que ninguno tenga la solución perfecta a los problemas. Espero que gobernantes y gobernados tengan tras esta crisis algo de autocrítica.

 

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