En su viaje por el norte de África, Borges tomó un poco de arena del Sahara entre sus manos, mientras daba un par de pasos para, otra vez, dejarla caer sigilosamente sobre el tapete del desierto. Al tiempo, confiesa él mismo, dijo en voz baja: “Estoy modificando el Sahara”. Y aunque la afirmación puede ser exagerada, no deja de ser verdad: el Sahara era diferente. Luego de la nimia modificación, ya no era el mismo desierto. Incluso, si queremos ser fieles a la precisión, debemos reconocer que, puesto que el Sahara había sufrido una pequeña alteración, todo el universo se había transformado. Si el más pequeño de los granos de arena cambia de lugar, todo el Sahara muta, y con él, la totalidad del universo se modifica.
La mayoría de los hombres nos despertamos cada mañana sin ser muy conscientes del peso que conllevan nuestras acciones. A menudo, no calculamos las implicaciones que devienen de lo que hacemos y de lo que provocamos con ello. Solo una sensibilidad milimétrica, como la del poeta argentino, puede llamar la atención sobre un hecho que resulta incuestionable: el más diminuto de nuestros movimientos modifica la integralidad del universo. Sartre, filósofo francés, sugiere que, en virtud de que somos humanos, todas y cada una de nuestras acciones comprometen la humanidad en su totalidad: “Soy responsable por mí mismo y por todos, y creo una cierta imagen del hombre que yo elijo; eligiéndome, elijo al hombre”. En otras palabras, al elegir, soy responsable de lo que hago, pero también hago responsable a la humanidad, en tanto que yo también soy humano, dice Sartre.
Bajo esos dos lentes, creo yo, debemos leer el triste panorama de los últimos meses: un universo reducido, en la medida en que aumentan las masacres y toda una humanidad responsable, en la medida en que fue un humano quien tuvo el valor de disparar.
Si mover un puñado de arena modifica todo el universo, apagar vidas no solo transforma el cosmos, sino que lo reduce. Con la muerte de quienes hoy ya no viven, el universo ahora es más diminuto, menos diverso, más estrecho. Así mismo, su muerte no solo implica una pérdida, sino también un compromiso y, de cierta manera, una responsabilidad. Esta responsabilidad, que todos compartimos, deviene de saber que un ser, como usted o como yo, tuvo el valor para despojar a un humano de lo que hoy en día parece un verdadero privilegio: vivir.
Una cantidad considerable de tragedias puede acostumbrarnos a la oscuridad que cobija la realidad de este país. Cuando las calamidades se suceden unas a otras, cuando cada mañana amanecemos con una desdicha por digerir, nuestra naturaleza empieza a reconciliarse con el dolor y la amargura es cada vez menos amarga. Sin embargo, acostumbrarse es aceptar voluntariamente una ceguera. Habituarse a la violenta realidad de nuestros pueblos es cercenar nuestros ojos, quedarnos ciegos y rehusarnos a ver que, con una vida menos, ha muerto una parte inmensa del universo.