Matando ruiseñores

Valentina Coccia
25 de agosto de 2017 - 04:00 a. m.

Hace ya muchos años, Oscar Wilde contó la historia de un ruiseñor que entregó su vida para hacer feliz a la amada de un joven enamorado. En el cuento de El ruiseñor y la rosa el noble acto y el corazón generoso del pájaro fueron desdeñados; y su valentía y dadivosidad se pasaron por alto. Solo quedó un destello de amor inmerecido acompañado por la ignorancia del joven, que ni siquiera logró percatarse del sacrificio que la noble ave hizo por su felicidad.

El ruiseñor, ya desde entonces, funcionaba como un símbolo de todo lo más bello, lo más prístino y lo más generoso de la naturaleza humana. Harper Lee, años después, en su famosa novela Matar a un ruiseñor, nos explica con más detalle el por qué de esta metáfora: “Los ruiseñores no se dedican a otra cosa que a cantar para alegrarnos. No devoran los frutos de los huertos, no anidan en los arcones del maíz, no hacen nada más que derramar el corazón, cantando para nuestro deleite. Por eso es pecado matar a un ruiseñor”. El ruiseñor, además, es entonces una metáfora de sana convivencia, no solo de simple tolerancia. Al no interferir de ninguna manera con nuestra forma de vida, obsequiándonos antes el regalo de su hermoso canto, esta ave de múltiples colores, tantas veces con el pecho pintado de rojo-corazón, se convierte en la más preciosa criatura de la que el hombre ha podido aprender.

La obra de Harper Lee, que tan bello homenaje le rinde a este habitante de los bosques, nos brinda también un hermoso tributo en nombre de la sana convivencia, a la igualdad y a la paz. En la novela de Lee, ambientada en los años 30, Atticus Finch, espléndido abogado, defiende la vida de un hombre negro acusado de violación en la ciudad de Maycomb, Alabama. Teniendo toda la ciudad en contra, y luchando contra los prejuicios raciales de un país que aún no había aprobado los derechos civiles universales, Finch no solo se convierte en un ejemplo de activismo, sino que además se torna en el héroe más invencible a los ojos de su hija Scout, que paso a paso va aprendiendo cómo la intolerancia y la violencia se resuelven a través de la acción.

El recuerdo de esta maravillosa lectura que emprendí hace ya algunos años me vino a la mente cuanto oí la noticia de los lamentables sucesos que ocurrieron en Charlottesville, Virginia, apenas unos días atrás. Las protestas ultranacionalistas y neonazis que hubo en la ciudad dejaron sin vida a un ruiseñor más. Heather Hayer, de 32 años, se opuso a la protesta injusta de los jóvenes universitarios. Ellos, guardando su fe en la promesa de Trump de recuperar la grandeza de América, atropellaron a su contrincante dejándola sin vida.

Este hecho tan alarmante me hace pensar de nuevo en esos años 30 de la historia estadounidense, retratados de forma tan verosímil en el relato de Harper Lee. Un Estados Unidos intolerante, codicioso y profundamente violento vuelve a despertarse de su letargo para atacar con más furia que antes, olvidando la lucha de Martin Luther King y de todos aquellos que pelearon por la igualdad de derechos.

Una vez más la historia nos juega una mala pasada. Nosotros creemos  que caminamos por una línea del tiempo que purificará eventualmente a la humanidad, pero la historia nos da un revés y nos devuelve a los momentos más álgidos del siglo que acaba de pasar: holocaustos, guerras y asesinatos en nombre de las diferencias raciales, religiosas o políticas parecen resurgir de sus tumbas para golpearnos otra vez con su insistencia. Por un momento pareciera que regresamos atrás dejando sin vida a centenares de ruiseñores cuya naturaleza es tan dadivosa como en el fondo es también la nuestra.

Aunque vivir la historia caminando por una línea que nos llevará a la purificación es una idea bastante mal concebida, podríamos evitar recaer en los mismos sucesos aferrándonos de algunos salvavidas. El primero es el salvavidas de la memoria, que en forma de monumentos, películas, libros como el de Harper Lee, o los simples relatos que pasan de generación en generación, viene a rescatarnos del olvido y a congraciarnos con aquello que alguna vez otros sufrieron. Esto nos lleva flotando directamente al segundo salvavidas, que es el de la compasión. Harper Lee nos habla de esto en su libro, diciéndonos, con la voz de Atticus, que el sufrimiento ajeno es incomprensible hasta que uno no “se mete en el pellejo del otro y anda por ahí como si fuera él”.

Finalmente, el tercer y último salvavidas es el de reconocer nuestra verdadera naturaleza, que es, en el fondo, idéntica a la del ruiseñor: podemos vivir en armonía, sin perjudicar a otros, porque en el fondo, como decía Mandela, “no hemos nacido odiando a otra persona por el color de su piel, por sus orígenes o por su religión”. Esta frase, que acompañó el célebre tuit del presidente Obama sobre los sucesos de Charlottesville, vino secundada de una hermosa fotografía del expresidente, que acercándose a una ventana en la que tiernos niños de varias culturas, colores y religiones se asomaban para descubrir el mundo juntos, miraba con esperanza y fraternidad la pacífica convivencia de esos avatares del futuro. Esos niños, como ruiseñores, representan nuestra próxima generación, una generación que necesita ver actos de coraje y valentía en nombre de la igualdad, para que puedan, en el fondo conservar la generosidad genuina del corazón del ruiseñor.

valentinacoccia.elespectador@gmail.com@valentinacocci4

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