Memorias de un periplo III

Arlene B. Tickner
19 de julio de 2017 - 03:00 a. m.

Al preguntar a un joven periodista judío si era tan difícil viajar con pasaporte israelí como con uno colombiano, su risa indulgente me hizo recordar una analogía que escuché de Israel, como un niño que no encaja en el mundo y del que nadie quiere ser amigo, pero a quien muchos buscan a escondidas por los juguetes que tiene. En ella se envuelve la paradoja de ser un pueblo que goza de niveles envidiables de bienestar, desarrollo y poder militar, pero que se siente estigmatizado e incomprendido.

La judía es una historia de exilio, persecución y antisemitismo, cuyo ápice fue el exterminio sistemático de seis millones por los nazis durante la II Guerra Mundial. Sin embargo, se tiende a subestimar el rol neurálgico del “nunca jamás” después del holocausto en el imaginario colectivo, que explica la obsesión de Israel con el territorio y la seguridad, así como su desconcierto ante lo que percibe como falta de empatía internacional.

Al parecer de quienes representan al Estado en foros multilaterales como la ONU, uno de los factores que explica esa animadversión mundial es la facilidad con la que el problema palestino puede venderse como una lucha entre David y Goliat, mientras que la perspectiva israelí no es susceptible de formularse en cuñas cortas, pese a una realidad vivida que incluye desde agresiones con cohetes y cuchillos hasta el rechazo a su existencia, y que explica su mentalidad sitiada.

El hecho de que israelíes y palestinos tengan cada uno una narrativa de víctima y victimario ha alimentado una lógica de amigo/enemigo que atraviesa todo intento por resolver su conflicto. Además del hecho de la ocupación y el destierro, los palestinos se sienten doblemente victimizados por la negativa judía de reconocerlos como tales, mientras que los israelíes, convencidos (con razón) de su propia victimización histórica, lo son también por la renuencia palestina y de la comunidad internacional de reconocerlos como tales, que alimenta un círculo vicioso difícil de saltar.

Curiosamente, más allá del estigma, los intentos por aislar a Israel, mediante sanciones o embargo, no han surtido efecto, ya que muchos países quieren “jugar” con él. Más aún, en años recientes la táctica, “el enemigo de mi enemigo es mi amigo” ha pesado más que la enemistad. En especial, la expansión del islamismo en el mundo árabe ha llevado a mayor cooperación no publicitada entre Israel y vecinos como Jordania, Egipto, Arabia Saudita y los estados del Golfo, así como con la Autoridad Palestina (controlada por al Fatah), de lo que comúnmente se cree, dada la percepción compartida que actores como Irán, Hamas, Hezbollah, la Hermandad Musulmana y el Estado Islámico constituyen una amenaza.

Como en todo, se trata de un caso más complejo de lo que parece. Aunque no me cabe duda que el Estado y la población israelíes han perdido la capacidad de diferenciar entre los requerimientos de su propia seguridad y la colonización de territorio ajeno y la violación de derechos básicos de los palestinos y árabes, al mismo tiempo, la continuación del antisemitismo en el mundo es tan real como la presencia del “nunca jamás” en cada fibra de la existencia del pueblo judío.

 

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