Uno de los grandes problemas de la falta de diversidad en una disciplina del pensamiento es que se crean vacíos epistemológicos o de conocimiento, compuestos de preguntas que nunca se hicieron porque no atraviesan a la mayoría de las personas que participan en esa disciplina. El predominio de hombres blancos cisgénero en la tradición del pensamiento filosófico se nota. Elselijn Kingma, filósofa de la Universidad de Southampton, trabaja uno de los campos de la metafísica que ha pasado desapercibido para todos esos hombres blancos que llegaron antes que ella: el embarazo.
“Todas las personas somos el resultado de un embarazo, así que pensarlo desde la filosofía está en el centro del ejercicio de entender qué es lo que somos”, afirma. Y añade: “¿Cuándo es que un organismo se convierte en dos? ¿Y qué entidades, si es que las hay, persisten a través de la concepción, el embarazo y el parto?”. Por donde se mire, estas son preguntas sobre la estructura de la realidad, el objeto de estudio de la metafísica. La razón por la cual estas cuestiones tan fundamentales han pasado desapercibidas es evidente: la filosofía y por extensión la metafísica han sido campos dominados por hombres cisgénero cuyas experiencias de vida tienden a ser bastante homogéneas: “Sospecho que no ha sido un tema muy evidente porque el tipo de personas que tradicionalmente han hecho filosofía no han estado involucradas de forma cercana con embarazos, o bien porque no han estado embarazados o porque no han estado involucrados con los embarazos de sus parejas”, explica Kingma con mucha razón.
El embarazo pone sobre la mesa un tema clásico de la metafísica: cómo es que existen y cómo se relacionan las cosas que “son en sí mismas” y las que son en tanto “parte de”. Convencionalmente se ha entendido la relación mujer-feto como si la mujer fuera un contenedor dentro del cual vive y crece el feto, por eso se usa tanto esa metáfora del “pan en el horno”. Kingma también pone el ejemplo de la portada de Lennart Nilsson para la revista Life en 1965, donde aparece un feto “cual si fuera un astronauta, flotando en el espacio, y la conexión con la mujer está minimizada en el paisaje”.
El trasfondo metafísico de estas imágenes o metáforas es que el embrión y luego el feto existen de forma separada de la persona gestante, cuando en realidad hay una relación simbiótica en la que no hay “dos organismos” sino “un organismo doble”. Kingma señala que la relación mujer-feto es compleja y totalmente integrada, no hay límites tan claros entre el feto y la mujer, que son interdependientes; una mujer embarazada es un “organismo preñado”. Por ejemplo, cuando el óvulo y el espermatozoide se fecundan, la persona gestante debe bajar su tolerancia inmunológica para permitir que sus defensas no rechacen el 50 % del material genético del embrión o feto que pertenece a quien fecunda. Además, la sangre de la persona gestante contiene células del embrión o feto, lo cual muestra el nivel biológico de conexión e interdependencia entre mujer y feto. Si literalmente llegan a ser una misma sangre, ¿por qué decimos entonces que son siempre entes separados? Kingma apunta a que primero hay un organismo: la mujer, que luego se transforma en un “organismo preñado” y después del parto se convierte en dos organismos separados, pero que de muchas maneras aún son dependientes.
Estas preguntas apasionantes sobre lo que somos y cómo llegamos al mundo han sido pasadas por alto en la práctica hegemónica de la filosofía. Como resultado hemos visto un problema social: se piensa que los embriones o fetos son organismos independientes, con “derechos” propios o incluso que se oponen a los derechos de las mujeres. Esa es la idea metafísica detrás de la prohibición al derecho de las mujeres y, en general, personas gestantes a elegir. Una deuda que tiene la filosofía con los derechos de las mujeres.