Metro y contaminación

Gustavo Páez Escobar
01 de febrero de 2020 - 05:00 a. m.

Hace 25 años se vislumbraba la posibilidad de que Bogotá emprendiera la obra del metro en la primera alcaldía de Antanas Mockus. Esta idea venía desde 1949, cuando Fernando Mazuera eliminó el tranvía. En los 70 años que han corrido desde entonces, el único que fue capaz de acometer la obra –y por este hecho merece reconocimiento histórico– fue Enrique Peñalosa. Rescato esta nota que escribí en noviembre de 1994 para que el lector aprecie las otras fallas protuberantes que continúan sin solución.

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Si la lógica funcionara, a Bogotá le habría llegado la hora de construir su metro. Acaso en la administra­ción Mockus, que tantas espe­ranzas despierta, se dé este paso gigante hacia el siglo XXI. A los alcaldes les ha faltado coraje para encarar este problema con el realismo que reclama una urbe frenada hace mucho tiempo en su desarrollo, y hoy hundida entre infinitos tormentos.

Ante la desmesura de la obra, por una parte, y el mal ejemplo del metro de Medellín, por la otra, nuestros mandatarios han preferido diferir la solución. Se invoca la falta de recursos y además se han pro­puesto y practicado soluciones intermedias que en lugar de aportar fórmulas salvadoras han enredado más el endemo­niado tránsito capitalino. Hoy la ciu­dadanía tiene que moverse a paso de tortuga y con los nervios destrozados por entre puentes en construcción, vías mutiladas, pesadas maquina­rias y obreros a porrillo, que en postrimerías de la actual admi­nistración buscan consagrar una imagen.

Si con el metro hu­biéramos comenzado hace va­rios años, otro futuro le sonreiría hoy a Bogotá. La experiencia de Medellín ha de servirnos para no dar pasos en falso. Y eso de pensar en un metro liviano, que algunos defienden, no deja de ser un sofisma de distracción. Como lo afirmó el presidente Samper en reciente entrevista, “esta ciudad no puede ya vivir sin un sistema de transporte masivo”.

Hay que armar la metrópoli del futuro, dejando de lado las timideces y los criterios parro­quiales. Si ahora el tránsito re­sulta insoportable, ¿qué ocu­rrirá a finales del siglo cuando la población haya aumentado el 20% de la cifra actual? ¿Por qué no emprender el verdadero salto urbanístico que nos coloque a la altura de las grandes ciudades del conti­nente?

El próximo alcalde, el profesor Mockus, no ha sido, hasta donde se ha podido apreciar, partidario entusiasta del metro. Quizás ante el reto presidencial –cuando el doctor Samper mani­fiesta que, si el burgomaestre quiere el metro, el Gobierno Na­cional lo apoyará– enfile baterías para adoptar, sin pérdida de tiempo, esta medida radical. ¿Qué espera, profesor Moc­kus? Las condiciones están dadas, y usted no puede desaprovechar este momento histó­rico. Ponga a bailar su perinola y encontrará otra cara: “todos quieren”.

Conforme pasa el tiempo, es más invivible la atmósfera bogotana, contaminada como se halla por la inva­sión de vehículos que nos trajo la apertura económica y por la tolerancia de toda suerte de gases y desechos industriales. Al paso que llevamos, pronto habrá un millón de automotores rodando por las calles. Así, la ciudad se envenena todos los días. Y como sucede con el sida, nos prende el contagio insalvable. Las enfer­medades respiratorias registran uno de los mayores índices de mortandad. Es una muerte si­lenciosa en la que no reparan las autoridades al permitir esta po­lución incontrolada.

Bogotá ocupa el quinto lugar entre las ciudades más conta­minadas de América. Sin metro, y con el smog a flor de piel, la tortura para siete millones de seres no puede ser más dolorosa.

escritor@gustavopaezescobar.com

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