Mi columna hoy

Cristo García Tapia
16 de abril de 2020 - 05:00 a. m.

Te oí cantar, Homero, en la dolida noche de

las pérdidas.

Corvado tu laúd hiriente al paso de los astros,

noté que tu ceguera no era cierta y sí un ardid,

aprendido de Ulises,

para ocultar tu cuerpo de las fieras que merodeaban

en el bosque.

No recuerdo ahora si fuiste tú, o Heródoto, quién me

habló de un rey – toro.

De un laberinto y un hilo. Del joven que quería volar,

para probar la dureza de la cera de abejas sosteniendo

sus alas frente al sol.

Ignorabas, Homero, que ese muchacho era yo. De la especie

de los mortales, los comunes poetas, sin más alas que su voz.

 

Esta tarde de calvario aquí acontece todo.

Tu sangre triste por los ojos la recuerdo ahora,

dando a luz a la pena.

Se entierra lo que fue. Se fragua lo que viene.

Instante de resurrección, quimérico tablero,

vulgar peón de un rey postrero.

Si no soy el jugador, ¿quién la reina de un peón de

quimeras?

Si el otro, no su amanuense, el que escribe este poema…

 

En aquel sueño con Cleopatra, íbamos por un largo

pasadizo que tenía la medida del sueño.

Tibias y aromáticas aguas brotaban de altas y lustrosas

paredes de mármol rojizo y azul.

Un bello, lascivo canto, el de Nemes Bastet, en el templo del faraón,

convidaba a la conversión de aquel lugar en tálamo. A la consumación de virgen desposada de la reina de Egipto.

De quien, dos mil años después, vine a soñar despierto,

había sido enterrada desnuda bajo las aguas de la ciudad de Alejandría.

 

Al abrigo del oscuro bosque de la cierva blanca,

mora el poeta.

Bajo un cielo de lechuzas y asteroides, en el rescoldo de su fuerza centrípeta,

en lo más alto del verano humedece en sus senos su sed de colibrí.

 

Contrariando a John Donne,

mi preceptor,

el amor me ha dado vida.

Y lo más alto que alcanzo para sobreponerme a su perdida,

es la evocación del instante.

Nunca viví tanto como aquellos días las desiguales,

intensas horas de su paso por el laberinto.

A cualquiera hora antiguos demonios, dioses conversos,

danzaban para redimirnos en la salvífica transgresión del origen.

Y todo era Poesía, tormenta de vientres enlazados,

que llegaba para doblegar la altanera blancura del pudor,

y conjurar el miedo a la desnudez de las mudables noches.

Perecer y resucitar iluminados.

 

Atendiendo el consejo de Constandinos Petros a los poetas,

guardo en los libros lugares inolvidables de mis amoríos: albas,

atardeceres y cuartos.

El púrpura de voluptuosos senos. Y en mis ojos el verde de los

mares.

En mi larga travesía para arribar a la isla anclada en los piélagos del alma,

ni a Ciclopes ni a Lestrigones, ni al fiero Poseidón, encontré en

mi camino.

Ni a sus sabios. Ítaca mezquina me los ocultó. Sin embargo, en la copa de un árbol,

alcancé a divisar al que me dijeron era uno: un árabe condenado a vida que moraba en sus colinas y aguas de oro y vidrio.

Con él, en el breve tiempo que bajaba a la tierra, aprendí a conjurar hados y quimeras,

a predecir, en el vuelo del colibrí tornasol, el retorno de los amores perdidos.

A encantar en los oscuros bosques a la cierva blanca.

 

Una noche de marzo empiezo a escribir este poema.

En la penumbra del mismo cuarto, con la misma mujer,

y la lluvia llovida al medio día.

Para entonces vivía, o figuraba vivir, una vida nueva:

Recién me habían abierto el corazón y reemplazado cinco coronarias,

y mi hermano, sin razón aparente, se había suicidado un domingo de octubre.

Si bien la vida es todo, dice Brecht, también es otras cosas,

más allá de la cuerda y la rama a cuanto mi hermano redujo la suya.

O este, mi corazón quebradizo, pretendía hacer con la mía.

Más allá de las colegialas a las que gustábamos,

 es también la buena gente,

el latido de sus voces, su sombra errante en la luz del instante.

* Poeta.

@CristoGarciaTap

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