Nacer con el miedo cosido a la piel. Crecer multiplicando ese miedo por millones. Heredar los temores de nuestras madres y nuestras abuelas, y temerle al infierno, al pecado, a dios y al diablo y a los hombres. Maldecir porque un día nos dicen que esos hombres son el demonio, y porque al día siguiente nos juran que sólo con un hombre podremos ser felices toda la vida, hasta que la muerte nos separe y más allá. Vestirnos por miedo a que nos tachen de no estar a la última moda, y vestirnos con miedo por agradar o ahuyentar a quien es al tiempo perdición y salvación. Desvestirnos porque es nuestro cuerpo y con nuestro cuerpo hacemos lo que nos dé la gana y no debe quedar duda de nuestra libertad, y caminar sobre las prendas después, culpándonos de nuestra desnudez.
Jugar a que nos cazan, a que te cazo ratón, y hacer responsables al mundo y sus habitantes porque nos cazaron. Agredir por miedo a que nos agredan, besar por miedo a que nos besen, sonreír por miedo a que no nos sonrían, cumplir por miedo a quedar en la calle, callar por temor a dejar al descubierto nuestra ignorancia, y existir y sobrevivir por miedo a vivir. Creer que el matrimonio y los hijos nos salvan y salvar sólo a aquellos que piensan y viven como nosotros, y en lugar de nutrirnos de ideas, de vida, de descubrir, de nuestro bien y nuestro mal, repetirles a esos hijos, por temor a equivocarnos, lo que nos dijeron madres, tías y abuelas, o heredarles nuestra primera convicción porque es una convicción y a alguna convicción hay que aferrarse. Actuar por miedo al miedo. Decidir un camino por miedo a enfrentar un camino distinto. Aferrarse a un dios por temor, cumplir sus mandamientos por pánico y persignarnos todos los días para no caer en el infierno.
Ver en el otro una amenaza, porque nuestro respirar, caminar, hablar o bailar pueden ser una provocación, y sí, serán una posible provocación si vamos por la vida pensando cada segundo en provocaciones y amenazas y viendo enemigos en el bus, en el taxi, en el bar, en la calle, en el trabajo, en la playa y en el estadio y en la casa. Creer que el hombre es el fin de todas las cosas, el dador de protección, descendencia y placer, el poseedor del bien y del mal y del poder, y sentir que ese mismo hombre es un victimario.