Miedo

Valentina Coccia
28 de julio de 2017 - 02:00 a. m.

“Sentía náuseas, náuseas de muerte después de tan larga agonía; y cuando por fin me desataron y me permitieron sentarme, comprendí que mis sentidos me abandonaban”. Así describe el miedo Edgar Allan Poe, maestro de la literatura de horror, al comenzar su reconocido relato El pozo y el péndulo, en el que el protagonista se enfrenta al miedo de una muerte inminente pero a la vez incierta. La pérdida de los sentidos, la ansiedad, la confrontación, la ira y el instinto defensivo son algunas de las sensaciones que nos invaden al sentir miedo, una de las reacciones más primitivas y una de las herramientas de defensa más arraigadas en la carne, en el cuerpo y en los laberintos de la mente. El miedo es un instinto que compartimos con los animales y biológicamente, se trata de una reacción positiva frente a los riesgos, pues nos permite defendernos ante cualquier situación de imperioso peligro.

Sin embargo, en el género humano el miedo es más que instintivo, y en muchos casos es el producto de un palimpsesto cultural y social que se imprime en nuestra mente; de una acumulación de pensamientos y categorías que se nutren del mundo externo, drenando nuestra capacidad para discernir, para racionalizar o reaccionar de forma imprescindiblemente ética. Esto quiere decir que nuestro catálogo de miedos varía según los tiempos o las circunstancias en las que vivamos. Por ejemplo, Joanna Bourke, autora del libro El miedo: una historia cultural, dice que en el siglo XIX vivíamos menos asustados que ahora, y que los temores más arraigados de la humanidad de entonces eran completamente distintos a los nuestros. Por ejemplo, nos cuenta que en el siglo XIX se temía mucho más a la muerte súbita, esa que nos cala hasta los huesos y nos suprime del universo en un instante, que a la muerte que nos sobrecoge después de una larga agonía. Podríamos decir que al día de hoy buscamos exactamente lo contrario: que la muerte sea corta y vigorosa, y que no tenga tiempo de asentarse sobre las fibras de nuestro cuerpo ni la posibilidad de sostener nuestro corazón en su gélida mano hasta que un buen día decida reventarlo con sus garras.

De acuerdo a lo que nos dice Bourke, el miedo se habituó mucho más a vivir entre nosotros en los últimos dos siglos (XX y XXI)  porque encontró su mayor aspaviento en el uso de los medios de comunicación. Periódicos, noticieros radiales, telediarios y luego internet lograron bombardear nuestra mente de información, y convertirnos en una alianza, en una verdadera comunidad en cuanto a los temores y los horrores colectivos. Por ejemplo, durante la Guerra Fría, ¿cuántos periódicos no llegaron manchados con las noticias de la alerta roja? O en la Alemania de Hitler, ¿cuántos noticieros radiales no difamaron a los judíos difundiendo una prístina xenofobia colectiva? Finalmente, ¿cuántas veces nos se han pasado por televisión las nauseabundas imágenes del atentado del 11 de septiembre?

Esta cualidad del miedo, que poco a poco se va mezclando en las ollas donde se cuece nuestra sociedad y nuestra cultura, nuestra vida política, es infinitamente peligrosa. El miedo que tratan de infundirnos desde arriba es esencialmente el miedo al otro: el miedo a aquel cuyo llanto no comprendemos; el miedo a aquel que ve el rostro de Dios de manera distinta, el miedo a aquel que se gobierna de una forma que no es la nuestra, de una forma que no comprendemos y que nos parece infame.

Este terror por el otro, del que se habla como una amenaza a nuestra propia integridad, nos lleva a cobijarnos debajo de cualquier mísero refugio, a ocultarnos en cualquier cueva oscura y húmeda con tal de no tenerlo cerca, de no tener cerca de ese otro que nos eriza la piel como si de la peor monstruosidad se tratara. Si el poder nos ofrece algún refugio de aquello a lo que tememos, nos convertiremos en los animales más domesticados, en las almas más manipulables, pues el miedo es el instinto más fácil de despertar y ante su insigne presencia, no tendremos más remedio que huir o defendernos.

Michel de Montaigne, en su breve ensayo titulado Del miedo, habló de la siguiente manera de dicha emoción: “Es el miedo una pasión extraña y los médicos afirman que ninguna otra hay más propicia a trastornar nuestro juicio. En efecto, he visto muchas gentes a quienes el miedo ha llevado a la insensatez, y hasta en los más seguros de cabeza, mientras tal pasión domina, engendra terribles alucinaciones”. Con estas palabras, el filósofo nos expone los peligros de sentir miedo: la ira, la rabia, el dolor o el simple impulso de salir a nuestra propia defensa pueden llevarnos a cometer los actos más insensatos e irracionales, más violentos y miserables, con tal de acallar el murmullo continuo de la ansiedad que solo el miedo despierta. En pocas palabras, el miedo puede llevarnos a atentar contra la dignidad del otro, contra su vida, contra su integridad, solo con la excusa de protegernos a nosotros mismos de su infame “amenaza”.

Estos días me sumergí en la lectura de la obra Estambul de Orhan Pamuk. En este relato el escritor turco se pierde en las memorias de su ciudad, reinventando continuamente el amor por el lugar que lo vio nacer, pero también buscando en su recorrido por Estambul las raíces de su propia identidad. La ciudad, antes capital de Bizancio, después corona del imperio Otomano y finalmente melancólico residuo de las luchas entre oriente y occidente, pasa ante los ojos de Pamuk como una acumulación de presentes y pasados, como una aglomeración de nosotros y de los otros, de los que fueron antes, de los que son ahora y de los que serán después. El amor que siente el autor por todo ese conglomerado, y la marca profunda que ha dejado en su corazón cada bizantino, otomano o turco que ha dejado rastro en la ciudad de Estambul, me pareció el símbolo más vehemente de que ninguno de nosotros es el conjunto de una serie de prístinas purezas, sino que cada quien es el resultado de una acumulación de culturas, de una acumulación de otros que han dejado su marca en nuestro rostro iridiscente. Acojamos al otro, como lo acogemos en el amor por nuestro país, por nuestra ciudad, no le temamos, y aprendamos a ver en sus ojos, en su sonrisa fraterna, las huellas que nosotros mismos también hemos dejado en su historia.

@valentinacocci4, valentinacoccia.elespectador@gmail.com

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