Mientras los capos celebran

Juan David Ochoa
08 de septiembre de 2018 - 05:00 a. m.

Todos los presidentes que pasaron por aquí lo sabían. Y aunque estaban convencidos en silencio, nunca se atrevieron a decirlo en público por cobardes y sumisos a una orden perentoria del exterior. Salvo Juan Manuel Santos, quien sobre todos sus yerros se atrevió a decirlo en la ONU, todos sabían que la guerra contra las drogas estaba perdida de antemano, y lo corroboraron en la práctica llevándose con sus cuatrienios y sus nombres todos los muertos posibles que acumuló la terquedad criminal.

Lo intuyeron Turbay, Belisario y Barco en la antesala del cataclismo; lo supo Gaviria, que fue arrodillado y denigrado ante el mundo por Pablo Escobar, quien fungía como presidente pragmático del momento; lo supo Samper, que fue elegido y financiado por ellos, y lo supo el inepto más grande de esta historia sustentada en la frivolidad: Andrés Pastrana Arango; ese personaje absurdo que nunca ha podido decir nada más allá de los prejuicios de su abolengo y de la miopía de sus teorías heredadas. Fue quien más lo demostró finalmente con la monumentalidad del Plan Colombia, el proyecto más costoso y triunfalista que pretendió acabar con los cultivos ilícitos, con cultura del narcotráfico y el consumo en una inyección astronómica de dólares, y no fue más que otro fracaso estruendoso con el único resultado evidente y estadístico de ser otra montaña de muertos surrealista y sin comparación. Y aunque la práctica, la historia y los números lo evidenciaban, no fue suficiente escarnio para Álvaro Uribe Vélez:  el último gavillero que pretendió estar más allá del tiempo y de la razón para acabar con todos los males de una vez por todas con la solución más drástica y poco conocida en esta historia de fantasmas: la violencia. Quiso refundar la historia y la patria con la ley del monte, contando cuerpos como pruebas sustentables del triunfo real y promulgando la persecución por sospecha o duda para que los problemas se arrancaran de raíz, por fin, y cuando estaban a punto de  lograrlo, con todas las fuerzas del orden acercándose a los núcleos centrales, a los trasfondos más huidizos, a los nombres profundos del misterio, los reflectores iluminaron los rostros de su mismo círculo; la estructura del gobierno era otra más de la cadena de un cartel que era el país entero, y el mismo presidente, una vez más, lo sabía: el viejo helicóptero de su familia perdido en Tranquilandia y las reseñas de la DEA no lo detuvieron en la cacería del círculo, y quiso fungir como un hombre parado y recio para sobreponerse a la crudeza de la verdad, y la hizo más oscura y sádica: por sospecha y por intuición, continuó sus años extendidos de gobierno insistiendo en la captura de otros peces gordos aunque la sucesión fuera eterna y las organizaciones y las mafias siguieran mimetizando sus técnicas, y aunque sus mismos jefes de seguridad cayeran en las mismas redadas de su delirio.

Pero no fue suficiente tanta evidencia, tanta historia y putrefacción, y el uribismo ha vuelto para continuar una persecución inútil que solo seguirá agigantando los precios en el bajo mundo y los excesos de una política que entrega sus hazañas en reseñas del Inpec aunque las ventas y el consumo continúen tras las paredes de esta  enorme parroquia que insiste en vivir del decoro y de las buenas costumbres, mientras los capos celebran.

 

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