Mis niños, tus niños, nuestros niños y esos niños

Catalina Uribe Rincón
16 de noviembre de 2019 - 05:00 a. m.

Hace unos años fui a ver Voces inocentes, de Luis Mandoki. La película trata sobre la guerra civil salvadoreña de 1980 y se enfoca en la tragedia que viven los niños en las zonas de conflicto. Las duras imágenes muestran el constante temor de los menores de ser reclutados. Cada vez que entran los grupos armados al pueblo, los niños salen corriendo a escalar sus viviendas hasta llegar a los techos, donde se esconden mientras terminan las redadas. A pesar de sus esfuerzos, los personajes de la película saben que en algún momento terminarán empuñando un fusil. Saben también que seguro se enfrentarán a quien fue su amigo o su vecino si lo recluta el bando contrario.

Con todo y lo desolador de las escenas, lo que más recuerdo no fue la narrativa hiperrealista de la película. El momento más impactante ocurrió en una sala de cine bogotana. Cuando aparecieron los créditos, se paró indignada una pareja y sus dos hijos adolescentes. La madre se quejaba: “No hay derecho”, “qué horrible”, “no puede ser”. Yo interiormente compartía su furia, al tiempo que me reconfortaba en las compañías anónimas de la sala de cine. Cuál sería mi sorpresa cuando tras sus coléricas quejas añadió: “Nuestros niños no tienen por qué ver esta violencia, voy a quejarme con las directivas del teatro”. En mi desconcierto ante el objeto de su ira, y quizá en un intento desesperado de tener con quien sufrir, comenté: “La película refleja tal cual lo que pasa en Colombia”. Ante mi reclamo, ella concluyó: “¿Y qué?”.

Ese “¿y qué?” volvió a hacer eco en estos días después del bombardeo en el Caquetá, donde ahora son 18 los niños muertos y varios han comentado que el número “da lo mismo”, que igual son combatientes. Sin ánimo de simplificar las coerciones de la guerra, ni de acusar a la señora del cine de absoluta insensibilidad, pues tan cruentas imágenes sí golpean el alma, hay algo que pensar en la conveniencia con la que adaptamos el concepto de inocencia. ¿Por qué para la señora del cine, y para su silencioso marido, fue tan obvio que sus hijos menores de edad no tenían la capacidad para digerir la violencia del conflicto, pero para muchos colombianos los niños reclutados se merecen su trágico destino? ¿Qué hace que el discurso de “la indefensión de la niñez” sea tan maleable y conveniente?

Lo horrible de hacer de niños unos soldados es que se hace de ellos personas letales, personas con el entrenamiento y la capacidad de matar. Ellos, que todavía no pueden dar su consentimiento, aunque digan que “sí”, son convertidos en armas de guerra. La tragedia inicia antes de que se bombardee, pero se agrava cuando el Estado, en lugar de resguardar la dignidad, la estropea. No hay diferencia real entre “nuestros niños” y “esos niños”. El cine, que ve de cerca, lo muestra. Incluso los drones con los que se custodian las zonas de bombardeo lo muestran. Pero si la actitud es “¿y qué?”, así, sin más, no vamos a poder combatir la violencia de la distancia. No vamos a poder ver que su minoría de edad exige protección, incluso, y quizá sobre todo, de su frágil e incipiente criterio. Los niños no pueden consentir hacerse soldados.

 

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