Misoginia

Humberto de la Calle
10 de marzo de 2019 - 05:00 a. m.

En pleno mes de la mujer, hablar de misoginia es pertinente. Aún más, a instancias de la lectura del reciente libro de Kate Manne (Down Girl). Para la autora, la misoginia, ese desprecio, rencor y hasta odio a la mujer, no nace realmente en desajustes psicológicos, sino que se origina en un entramado político-social que, a veces, produce desarreglos en el comportamiento psicológico, hasta llegar incuso a la violencia y el crimen. Esto es, en ciertos casos, las manifestaciones conciernen al ámbito de la psicología, pero el horizonte en el que nace y se desenvuelve la misoginia corresponde a una antigua y muy arraigada estructura política y social.

Después de Freud, que se centraba en el padre, en las cavilaciones psicoanalíticas de los años 70 campea la figura de la madre como la cabeza de turco. Como suele suceder, se trataba de una visión ambivalente: la madre no se critica (ni con el pétalo de una rosa), pero, a su vez, la terapia se enderezaba en bucear en el universo de la madre para encontrar allí el disparador de la misoginia. Culpable la madre por mimar demasiado, por no hacerlo, por pretermitir, o por olvidar. Culpable también por pretender apropiarse de sí misma, por disfrutar, por cultivar el placer, por apropiarse de su cuerpo. Y algo que ya es paleontología: culpable por trabajar. Era la época en la que el trabajo femenino crecía como espuma, pero no pocos pensaban que robaba el tiempo que realmente no era propiedad de la mujer, sino de sus hijos. Por cierto, esa misma ambivalencia se observa en el amor: se ama al ser amado, pero se detesta el pedazo de mi alma que depende de él o ella.

Para Manne, la misoginia no es una propiedad de los individuos misóginos. No es algo escondido en la penumbra de su inconsciente. Por el contrario, es una práctica, un estilo, una estructura generalizada que hunde sus raíces en el pasado y que campea en buena parte de la literatura y la filosofía, para no mencionar a casi todas las religiones, francamente centradas en una concepción secundaria de la mujer. Cuando no maligna. En mi época de colegio, teníamos ejercicios espirituales: una temporada dedicada a hacer “activismo” (ja ja) religioso consentido por nuestros padres. Un tema en aquella época era la masturbación. Un agustino nos dijo que producía tumores cerebrales y que nos crecería pelo en la palma de la mano. Silencio sepulcral, lividez en los rostros. Por fortuna llegó otro cura, jesuita éste, el padre Arcuza. Eliminó los temores. ¡Masturbaos, hijos!, nos dijo con gran alivio para la concurrencia. Pero el veneno estaba agazapado. Lo que realmente dijo fue: “Es menos peligrosa la masturbación que la mujer”.

El tema ahora es el de romper esas barreras. No para que predomine la mujer sobre el hombre. Sino para que ambos géneros al menos empatemos en el campo de la igualdad, los derechos, el respeto y el trato digno. Es allí donde está la respuesta: en los derechos. No para afectar la maternidad, ni la biología, ni las hormonas.

Por eso me sorprendió el papa Francisco cuando dijo que el feminismo es el machismo con falda. ¿Dónde quedó ese mensaje progresista y fresco? Peor aún: el 17 de septiembre de 2015, el papa dijo: “Perdónenme si soy un poco feminista”. ¿En qué aquedó la infalibilidad?

 

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