Molano: el andariego de la memoria rural

Rodrigo Uprimny
03 de noviembre de 2019 - 05:00 a. m.

Al recibir su merecido doctorado honoris causa de la Universidad Nacional, Alfredo Molano contó que un viejo negro en El Charco, Nariño, le había dicho hace muchos años: “Para conocer, señor, hay que andar”. Y que ese consejo se tornó en su norma de vida.

Alfredo dedicó su vida profesional a andar nuestra Colombia rural, a través de osadas “travesías”, como se llamaron los documentales que dirigió hace unos 25 años y que ojalá sean emitidos nuevamente como un homenaje no solo a su memoria, sino también a la memoria colectiva, pues logran una mirada descarnada y bella de esa otra Colombia que, muchas veces, no queremos ver.

Este sociólogo andariego pudo conocer y narrar esa Colombia rural porque tuvo además una cualidad escasa, en especial, en los intelectuales: supo escuchar al otro, sobre todo, al marginado y al perseguido. Alfredo recogió así las voces campesinas, indígenas y negras, que le narraban historias de desarraigos, violencias y despojos, pero igualmente de resistencias, alegrías y esperanzas, salpicadas de esa inteligencia y humor que los sectores populares usan para narrar sus tragedias y sus luchas.

Alfredo logró hacernos llegar esas voces, como si las estuviéramos escuchando tomándonos un tinto, gracias a una particular técnica narrativa. Puso a hablar en primera persona a los pobladores que escuchaba; y lo hizo con una destreza literaria envidiable, que no solo atrapa al lector, sino que además logra que comprendamos tanto las acciones como los pensamientos, sueños y sentimientos más íntimos de esas personas. Como lo dijo bellamente al recibir el merecido Premio Simón Bolívar a su vida y obra: “Escribí buscando los adentros de la gente en sus afueras, en sus padecimientos, su valor, sus ilusiones”.

Estas “historias de vida” que narró Alfredo eran, por jugar con las palabras, “historias debidas”, que permiten comprender esa Colombia rural, excluida y resistente. Y no solo a los académicos, sino al gran público, al punto que sus libros fueron en general éxitos en ventas, lo cual es insólito en ciencias sociales. Pero ese mismo éxito, tan merecido, le ocasionó problemas y persecuciones. Sus escritos eran valientes denuncias de los atropellos de los poderosos. Tuvo que exiliarse varias veces para escapar a las amenazas y muchas veces quisieron empapelarlo judicialmente.

Además, algunos académicos criticaron su técnica narrativa por supuestamente carecer de rigor. Y es cierto que su forma de escribir suscita perplejidades, pues está en la frontera entre la ficción y las ciencias sociales. A veces parece literatura, pues algunos de sus personajes eran inventados para resumir en una sola biografía historias diversas y un fenómeno sociológico complejo. Pero ese personaje ficticio, que para el lector era claro que era construido, se basaba en una rigurosa documentación etnográfica y en una fina comprensión de dinámicas complejas, como la colonización. Esas historias resultan por eso más sólidas, verdaderas y reveladoras que mamotretos académicos supuestamente más rigurosos. Alfredo no solo aportó a la comprensión y reconstrucción de la memoria de la Colombia rural, sino que desarrolló así una propuesta metodológica innovadora en ciencias sociales, que amerita ser estudiada.

Desde que Alfredo entró a la Comisión de la Verdad, mi columna dominical empezó a aparecer en el sitio en el que por años publicaron las del querido Alfredo. Fue un orgullo heredar ese espacio, pero nunca pretendí reemplazarlo, pues somos distintos y Alfredo es irreemplazable. ¡Cuánto quisiera que, en vez de rendirle aquí este homenaje, Alfredo hubiera recuperado este espacio después de terminadas sus labores en la Comisión!

* Investigador de Dejusticia y profesor de la Universidad Nacional.

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