Mondo dadá

Carlos Granés
16 de marzo de 2018 - 06:50 a. m.

Debió haber sido un momento apasionante. Empezaba el siglo XX y la ciencia y la tecnología prometían revolucionar la existencia. La euforia hinchaba egos, todo debía ser nuevo, incluso el ser humano. Las ideologías radicales comprendieron y asumieron el reto. Comunismo y fascismo quisieron reinventar al hombre para sintonizarlo con los nuevos tiempos, forjar seres vigorosos, fuertes, templados como el acero. Para planificar el rumbo de la humanidad o encarnar un mito nacional que enardeciera al pueblo se necesitaban hombres renovados. Más aún, superhombres nietzscheanos o visionarios milenaristas, todos ellos elevados por encima de la media, con el puño o la palma de la mano en alto.

Pero algo falló en los cálculos de estos machotes de izquierda y de derecha. A ese hombre nuevo, tan grandilocuente y heroico, omnipresente en el espacio público de los 30 y 40, le salió un rival imprevisto que tímidamente fue asomando el rostro hasta eclipsarlo. El hombre nuevo resultó no ser Mussolini ni Stalin, sino su antítesis: un niño travieso e iconoclasta, que se burlaba de las patrias y del heroísmo y que sólo creía en el poder corrosivo de la risa. Lo habían inventado por esos mismos años los dadaístas, sin ninguna pretensión, sólo por joder, y sin embargo el mundo que emergió en los 60 acabó pareciéndose más a las fantasías de estos irreverentes marginales que a las de hombres convencidos de ir pilotando el tren de la Historia.

El comunismo se desmoronó en todas partes y el fascismo, a pesar de estar rebrotando, por ahora no tiene poder para desmantelar democracias. Quedó el dadaísmo, una actitud más que una ideología, una predisposición del ánimo más que un modelo de comportamiento, prueba de un cambio de valores que privilegió el humor, la ironía, la disrupción como estrategia política y un hedonismo autoprotector que justificó escurrir el bulto cuando se trató de ir a la guerra o luchar por causas superiores.

Este infantilismo ha tenido cosas positivas. Desactivó muchas pulsiones violentas, como el sacrificio por honor. Pero ahora empieza a mostrar cierto lado oscuro. Del niño que reía y se burlaba vamos pasando al niño indefenso y vulnerable. Reflejo de este cambio es el temor reciente a los productos culturales. ¡Cuidado con lo que oímos, leemos o miramos! Se advierte ahora contra los exabruptos de autores o pintores que —irresponsables ellos— crearon sin pensar en el mensaje que trasmitían. El mismo temor a las drogas lo despiertan ahora Lolita, Balthus o el hip-hop: ¡nos van a dañar, vamos a perder el control! Preocupa que no haya claridad moral en estas obras; su ambigüedad, dicen, se presta a interpretaciones nocivas.

Y aquí está el quid del asunto. El entrenamiento moral que nos da la novela o la pintura radica, precisamente, en que nos enfrenta a situaciones ambiguas donde todo es contradictorio. Lo sublime también es atroz, la bondad degenera en canallada, el amor en esclavitud. Son esas situaciones las que desafían el intelecto adulto y preparan para las complejidades de la vida. Sólo en el mundo de los niños las cosas son blancas y negras, con princesas buenas y brujos perversos. Quiebro una lanza por el infantilismo risueño y sarcástico que ablandó el mundo y sus costumbres. Reniego del quejica y victimista que lo está simplificando.

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