No habíamos terminado de asumir la gravedad de lo ocurrido en Bogotá y ya estaba el presidente disfrazado de policía. Un monumento a la desidia. Al desgano. Una oda enchaquetada a la falta de interés.
Los que todavía le conceden el beneficio de la duda a Duque, allá en sus ensoñaciones y buenas maneras. Como decían por ahí, nos gobierna un preso. Un monumento a la injusticia.
Cuando todo está tan perdido, no viene nada mal la caída de un monumento a la colonización. No será mucho ante lo que se vive en las calles y los territorios. Pero algo es algo en tiempos globales de protesta y ataque a los ecuestres de espada. Hoy es contra el gesto colonial; mañana el turno será, quizás, para la masculinidad del hombre conquistador, aburridoramente presente en cuanta ciudad hay por recorrer.
La iconoclastia es tan vieja como las imágenes. Se practicó antes y con seguridad se ejercerá después. El gran error es creer que un monumento, tallado en la piedra que sea, debe perdurar para siempre. Como si en el presente no se reinterpretara el pasado.
Para el discurso político y el registro periodístico de algunos medios, pueblos indígenas como los misak están congelados en ese pasado de mármol. Cualquier toma de palabra, cualquier conversación con redes transnacionales que lleve a prácticas simbólicas como el derrumbamiento de una estatua es descalificada como un ejemplo más de barbarie.
En Canadá cambian nombres de calles y avanzan hacia la reparación de los indígenas exterminados por la política de asimilación. En Estados Unidos decenas de monumentos confederados han sido retirados voluntariamente. Holanda pone patas arriba sus museos coloniales y etnográficos. Francia se debate sobre cómo devolver objetos robados en sus tiempos de imperio. Reino Unido, en las mismas.
Coleccionar tesoros, catalogar culturas, jerarquizar razas y exhibir poderío blanco ya no es una opción. Pero que los vuelvan a colonizar, decía otro energúmeno en redes sociales colombianas.