Morir dignamente

Aura Lucía Mera
23 de octubre de 2018 - 07:30 a. m.

Tengo mi carnet. Dos de mis hijos, los que viven en Cali, firman como testigos. Lo guardo en mi billetera y en mi historia clínica está mi voluntad. Se trata del derecho a morir dignamente. Un derecho básico, personal e intransferible que tomé hace varios años. ¿Por qué? Me explico.

Creo, todo esto a título personal, pues no me quiero meter en problemas con nadie, que los avances en tecnologías médicas, aparatos de última precisión, medicinas nuevas y protocolos que han ayudado a salvar muchas vidas, pues antes todo el mundo se moría de un misterioso “cólico miserere”, repito, todos estos avances en algún momento diabólico se convirtieron paulatina e inexorablemente en enemigos de los enfermos, o pacientes, o como quieran llamarlos. Yo prefiero llamarlos seres humanos.

Soy testigo de casos aberrantes en que un ser humano, mujer, hombre, adolescente o infante, una vez ingresado en algún hospital, clínica o centro de salud, no retorna jamás a su casa, sino que es bajado por un ascensor en camilla, con la cara tapada en calidad de cadáver, para “ser devuelto a sus familiares”, que no pudieron acompañarlo en sus últimos momentos, porque “las visitas no están permitidas” y lo aislaron para siempre, llenándolo de tubos, monitores, enchufes y opioides, muchas veces sin que las enfermeras de turno supieran su nombre, ni quién era su familia, ni qué ilusiones o miedos albergaba en su alma.

En mi familia, todos mis seres queridos han muerto en sus casas y en sus camas. Como debe ser. Como siempre fue. Rodeados de amor, de bulla, de olores conocidos, de objetos de siempre… No aislados ni entubados ni solitarios ni tratados como “el pacientico del 502”.

Una cosa es que por azar fallezca en el centro hospitalario; otra muy distinta, que le prolonguen la estadía y lo sostengan artificialmente con máquinas, a sabiendas de que no tiene retorno. Esto es inhumano. Podrá ser muy buen negocio para las casas farmacéuticas y los hospitales que cobran por día como un taxímetro.

Tengo una amiga que lleva diez años con alzhéimer profundo y los últimos tres y medio ha estado como un vegetal alimentado por el ombligo con un líquido que la “nutre”, por medio de un tubo de plástico. No reconoce. No habla. No se puede mover. Pregunto: ¿hay derecho? Simplemente no tenía firmado nada que impidiera que la conectaran. Y la obligación de la clínica “para salvarla” fue el tubo.

Lo mismo pasa con los respiradores artificiales. O esas dosis extras de quimioterapia o radiaciones cuando se sabe que el diagnóstico es terminal. Eso es convertir en un infierno las pocas semanas o meses que le quedan a ese ser y quitarle toda calidad a su final de vida, que con cuidados paliativos y en su casa, rodeado del afecto de los suyos, hubiera sido diferente.

¿Qué pasó con el juramento de Hipócrates? ¿Nadie se da cuenta de que tras ese enfermo está un ser humano con nombre, apellido, familia? ¿En qué momento se torció la medicina? Ya el “especialista” de uña no es responsable del dedo y el de la mano no sabe dónde quedan los pies. El del cerebro se olvidó de que el corazón existe y ni hablar del páncreas. Cada cual a lo suyo y el hombre integral que se joda. Como tal, no existe. Se convirtió en trocitos… y a las fichas del rompecabezas entero alguien les dio una patada y se perdieron.

Por eso firmé mi derecho a morir dignamente. Por eso está en mi historia clínica y por eso mi carnet lo llevo en mi billetera. Los invito a vivir y morir dignamente. La muerte no es bonita. ¡Pero es menos fea si estamos rodeados de los nuestros y en nuestra cama! ¡Eso creo!

 

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