Mugabe: la gloria a cambio de poco

Eduardo Barajas Sandoval
10 de septiembre de 2019 - 05:00 a. m.

Ganar el poder siempre será apenas el comienzo de la prueba definitiva de cualquier proyecto político. La satisfacción de necesidades básicas de bienestar ciudadano, así como el grado de ejercicio real de libertades fundamentales, terminan por determinar la medida de su éxito, o de su fracaso.

La llegada al gobierno de los antiguos combatientes del Frente Patriótico, como se llamó la alianza del ZAPU, Unión del Pueblo Africano de Zimbabwe, de Joshua Nkomo, y el ZANU, Unión Nacional Africana de Zimbabwe, de Robert Mugabe, significó el fin de la Rodesia Británica, para dar paso a un Estado regido por la mayoría negra, y representó un triunfo para los marginados del país y para la causa de la democracia africana.

Los acuerdos de Lancaster House, que lord Carrington, entonces canciller británico, condujo con maestría, abrían un enorme campo de esperanza para la realización de un proyecto político de convivencia entre los africanos negros, habitantes originales del territorio, y los descendientes de antiguos colonos blancos, igualmente africanos a esas alturas de la historia, comprometidos con el futuro y no con el pasado.

El día de la proclamación de la nueva república, Bob Marley interpretó en Harare, nuevo nombre de Salisbury, la denostada capital británica, ante una multitud delirante, su ahora legendaria canción Zimbabwe, encargada por los vencedores. Todos felices.

Cuatro décadas más tarde, cualquier recorrido por las calles de la misma capital, para no hablar de las profundidades del país, presenta un espectáculo desolador frente a las expectativas de la época fundacional de un régimen de convivencia que nació en medio de tanto entusiasmo y tanta esperanza. Prueba irrefutable de que los habitantes del país pasaron de vivir momentos de gloria, alimentados por la ilusión de un nuevo comienzo, a la realidad de unos logros precarios.

¿Qué pasó a lo largo de los años de la experiencia republicana de Zimbabue? ¿Dónde quedaron los propósitos de convivencia entre blancos y negros? ¿En qué se convirtieron el compromiso y la ilusión de conseguir un nivel de desarrollo, y de bienestar para todos, como prueba de la posibilidad de una experiencia africana de armonía y progreso?

La muerte del gigante Nkomo, poco tiempo después de la independencia, dejó el poder expósito en manos de su socio y antiguo competidor, Robert Mugabe. Inteligente, hábil en las maniobras políticas, encantador, capaz de dar explicaciones sobre todas las cosas, pero sobre todo conocedor profundo del alma de su pueblo original, y de las fortalezas y debilidades de los blancos, lo mismo que de las verdaderas posibilidades de acción, y omisión, de los poderes internacionales, se quedó en el poder a lo largo de 37 años, tiempo suficiente para marcar el destino del país a su acomodo.

Los primeros tramos de su mandato, todavía en relativa armonía con los blancos, trajeron, además del alborozo de la autonomía nacional, una sensación y unos resultados de progreso. La temida fuga de capitales se conjuró con el respeto a la clase empresarial y la protección de la propiedad de la tierra, que estaba en un 70% en manos de los blancos. Realidad que, al cruzarse con el volumen poblacional del país y las aspiraciones de la mayoría, se convertía en bomba de tiempo. La educación mejoró al ritmo del maestro de escuela que ocupaba la Presidencia.

El proceso del descalabro se vino a desatar cuando el ZANU, luego de declarar que abandonaba su proyecto socialista, adelantó una reforma agraria que buscaba repartir las tierras controladas por el 1% de la población, esto es los blancos, proceso aparentemente lleno de desatinos, violencia, arbitrariedades, corrupción y desorden administrativo. Como si se hubiera decidido configurar un suicidio económico que conduciría a uno político. Esto último debido al uso de la represión y el autoritarismo como medio para mantener el estado de cosas y garantizar la permanencia del “profeta nacional” en la jefatura del Estado.

Durante 50 años, el país y el mundo pudieron ver diferentes versiones del mismo personaje. Todas con el denominador común de considerarse a sí mismo como el único capaz de orientar a la nación, y querer quedarse para eso en el poder, con lo cual incurrió en uno de los pecados más comunes de desviación del camino de la democracia. Y como de ahí no hay sino un paso a las equivocaciones en la interpretación personal de la vida económica y la desautorización de los conocedores, se produjo el típico desvío del rumbo del país en el escenario internacional, dominado por un sistema que, a pesar de que funcione por definición en favor de unos pocos grandes, exige una mayor dosis de pragmatismo que de dogmatismo.

Como las equivocaciones económicas suelen conducir al descontento ciudadano, y como Mugabe decidió insistir en su proyecto y su modelo tocando al oído, terminó por sacrificar las libertades por las que tanto había luchado. Entonces pasó a “vivir del cuento”, su propio cuento, y a tratar de obligar a los demás a que lo adoptaran, si fuese necesario por la fuerza, como creencia y doctrina, fuera de la cual no había salvación; so pena de ser víctima del matoneo y la represión.

Otra vez quedó demostrado que no se puede vivir dignamente a punta de discurso, y mucho menos de un discurso en contra de la evidencia de condiciones de vida a todas luces precarias. Vivir de un cuento hábilmente suministrado en dosis cotidianas y sutiles por un gobierno obstinado en sus dogmas, pero con las despensas vacías y las libertades condicionadas, resulta un contrasentido. Aún más que eso, es una afrenta a la dignidad humana, que ningún gobernante tiene legítimamente derecho a protagonizar en contra de su pueblo.

Después de ser separado gentilmente del poder, hace dos años, ya más que nonagenario, Robert Mugabe siguió convencido de que había tenido la razón. Al morirse de viejo, luego de casi un siglo de una vida dramática e intensa, las opiniones sobre su vida y sus actos siguen divididas: muchos recuerdan al viejo y sincero luchador por la independencia y la dignidad africana, por el batallador contra los rezagos del colonialismo europeo y fundador de un Estado con la mirada puesta en el culto y la vivencia de la autonomía. Otros recuerdan a un iluso, prepotente y despistado, que no supo, y en todo caso no pudo, garantizar para su pueblo el bienestar que le hizo vislumbrar en medio del entusiasmo de haber obtenido la independencia.

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