Nadar juntos

Tatiana Acevedo Guerrero
16 de diciembre de 2018 - 05:00 a. m.

Distintas relaciones e historias se reflejan en el acceso a los servicios de agua, saneamiento y drenaje. Las profundas disparidades existentes en términos de poder y acceso a los recursos se traducen en niveles diferenciados de acceso a la infraestructura. En barrios del país más urbano, residentes realizan esfuerzos diarios para hacer que corra el agua, no solo para acceder a (o almacenar) agua limpia, sino también para hacer que otras aguas residuales fluyan lejos de sus hogares. Al mismo tiempo, poblaciones rurales viven en áreas abrumadas por la escasez de agua (o las inundaciones) que estropean los cultivos.

El agua, sin embargo, no está exclusivamente relacionada con acueductos, alcantarillados e irrigación. Está también íntimamente ligada con el goce. Sumergirse, observar el mar con sus olas, flotar y nadar son actividades de bienestar, descanso y también espiritualidad. Y así como el agua de beber y regar los cultivos, el agua salada para la recreación está distribuida de manera desigual. En general, en el sector de acueducto y alcantarillado, las ideas neoliberales inspiraron tipos específicos de reforma. Como el agua se describía cada vez más como universalmente escasa, los defensores de este tipo de políticas sostuvieron que el recurso se repartiría de manera más eficiente (y la degradación ambiental se reduciría o eliminaría) al establecer derechos de propiedad privada, empleando a los mercados como mecanismos de asignación. Esta transformación impactó también a las playas.

Así, desde finales del siglo XX y a través de las dos últimas décadas, han sido comunes las discusiones alrededor de las concesiones, que implican el establecimiento de barreras de acceso al mar y han sido otorgadas en lugares como Santa Marta, Cartagena, Palomino y el Parque Tayrona. Estas concesiones implican distintos tipos de cierres: desde tener que pagar la entrada o mantener un consumo mínimo de comidas o bebidas, hasta ver un hotel en donde antes había un balneario público. En el 2000, ante las quejas de asociaciones de barrios populares de la ciudad, el alcalde de Santa Marta, Jaime Solano, explicó la figura: “El término concesión hace referencia al contrato que celebran las entidades estatales con el objeto de otorgar a una persona llamada concesionario la explotación, conservación, organización y gestión de una playa”.

Casi una década después, se llevó a cabo una gran movilización que reunió a dirigentes del sector estudiantil, bachilleres, dirigentes comunales, sindicatos, madres cabeza de familia, deportistas, dirigentes cívicos y populares, entre otros, en contra de la privatización de “las playas de Cartagena”. “No se trata de rechazar la reglamentación y el orden en las playas, con lo que se está de acuerdo. Se trata de no ser desplazado como ya se ha dado en las plazas céntricas y en distintos sitios turísticos de la ciudad, donde el nativo no es incorporado sino rechazado por quienes promueven la industria turística”, indicó uno de los líderes. La profesora Diana Ojeda nos ha contado las historias de procesos violentos de exclusión y expropiación armada detrás de proyectos “verdes” de ecoturismo en el Parque Tayrona. Bajo el pretexto de cuidar el agua y la naturaleza se ha contribuido al despojo de comunidades. Espacios de paraíso ecoturístico se piensan vacíos de las familias que solían ocuparlos.

Alrededor de la Navidad se moviliza el país en búsqueda del mar. Pero para cada quien su playa porque en Colombia no nadamos nunca juntos. Las hay cuasi públicas, mal cuidadas, que se quedan pequeñas ante la cantidad de visitantes; o con mares quizá más limpios y manejados por concesiones y hoteles. Para algunas familias las hay también paradisiacas, heredadas, privadísimas y casi secretas.

 

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