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Nadie está libre de culpa

María Elvira Samper
27 de julio de 2013 - 11:00 p. m.

UN NUDO EN LA GARGANTA, LA PIEL de gallina y una mezcla de sentimientos de dolor y tristeza, de indignación y rabia me dejó la lectura —selectiva, lo confieso— del informe del Centro de Memoria Histórica, ¡Basta ya! Colombia: memorias de guerra y dignidad. Me detuve en algunos capítulos y, en especial, en la lectura de los testimonios de las víctimas que son, en últimas, las que dan sentido al informe.

Una historia de 54 años de horror y de infamia (1958-2012) resumida en 404 páginas que dejan constancia de la progresiva degradación del conflicto con su entramando de múltiples violencias y de los cientos de miles de víctimas de las guerrillas, los paramilitares —y sus aliados políticos y los empresarios que los promovieron y financiaron—, los narcoparamilitares rearmados en las bandas criminales y los agentes del Estado: 220.000 personas asesinadas, 166.609 de ellas civiles; 27.023 secuestros, de los cuales 24.482 corresponden a las guerrillas; 11.751 personas asesinadas en 1.982 masacres, de las cuales 7.160 fueron cometidas por paramilitares; 5,7 millones de desplazados; 8,3 millones de hectáreas despojadas o abandonadas; entre 17.000 y 25.000 desaparecidos… La  mayoría pertenece a esa Colombia rural marginada y pobre, la de los márgenes, la ignorada por los centros de poder.

En nuestra guerra que, según el informe, no ha sido de combatientes, sino una que ha cobrado el 80% de las víctimas entre los civiles inermes y que ha afectado, sobre todo, a la población civil, nadie está libre de culpa. Ni siquiera aquellos que sienten o creen que el conflicto no es con ellos. Por indiferentes también son responsables, porque escogieron mirar para otro lado y vivir de espaldas al sufrimiento de tantos que fueron despojados, desplazados, violentados y cuyas familias fueron destrozadas y sus pueblos destruidos. La indiferencia de los más, que no es otra cosa que el abandono de los otros, hizo posible la tragedia, las tropelías y los crímenes atroces de unos pocos.

Dice una mujer de la Costa Caribe: “La verdad es que estoy muy triste y desilusionada como no había estado en años, ni si quiera cuando vi correr la sangre por los canales de la que era mi casa, esta tristeza sumada a cansancio y rabia me lastiman profundamente. (…) ¿cuál ha sido mi pecado?, ¿cuál ha sido mi error? Yo me he tenido que enfrentar a un Estado y una sociedad podridos, a un sistema macabro en donde sobrevive el que tiene los medios para someter al resto. (…) tenemos derechos, sólo queremos que se nos garantice el acceso a esos derechos”.

Como ella, muchas otras víctimas dan cuenta de historias de coraje, dignidad y resiliencia, pero también del olvido al que los ha condenado una sociedad indiferente. Y como ella, todas las víctimas —unas desde sus tumbas y otras desde sus vidas rotas y sus sueños truncados— nos increpan y nos reclaman, y nos llaman e invitan a una reflexión profunda, a repensarnos como sociedad, a preguntarnos de qué fibra estamos hechos para haber permitido que pasara lo que pasó —y sigue pasando—, para tolerar que la violencia se incrustrara en las entrañas de la nación y se convirtiera en parte de la normalidad como si se tratara de un destino trágico ineludible.

Y dice un sobreviviente de la masacre de Trujillo: “Lo clave es que ustedes (los investigadores del Centro de Memoria Histórica) van a divulgar el dolor que se ha vivido en Trujillo. No vamos a ser olvidados. Ni nuestro dolor ni nuestro esfuerzo de salir adelante”. ¿Vamos a defraudarlos? Las víctimas esperan una respuesta que pasa por su reconocimiento y el conocimiento de la verdad sobre la violencia que descarriló sus vidas.

 

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