Narrar la transición

Arturo Charria
21 de junio de 2018 - 04:00 a. m.

A Lina Cor, que está en todas mis palabras

En los encuentros de estudios literarios hay un tema que siempre gravita entre las discusiones de los ponentes. ¿Cuál es el sentido que tiene la narración en el contexto del país? La pregunta es una obsesión en los estudiantes y se extiende a los salones, los cafés y los bares, en donde se intenta refundar el confuso panorama epistemológico de la disciplina. Sin embargo, este debate resulta pertinente en la comprensión de la actual coyuntura que vive el país, pues las elecciones no solo dieron como ganador un proyecto de país, sino que también triunfó un relato de país. Así, la pregunta por la narrativa que muchos colombianos tienen interiorizada para justificar sus decisiones políticas es necesaria para entender las disputas en la construcción de sentido, verdad y memoria que se darán en los próximos años.

Durante la Seguridad Democrática la memoria histórica entró en el escenario público; si bien es posible rastrear trabajos previos de memoria en el país, estos eran dispersos y no se proponían como una estrategia de visibilización por parte de las organizaciones sociales y de víctimas. Por esos años se negaba la existencia del conflicto armado interno, lo que a su paso implicaba la negación de las víctimas del conflicto. El relato nacional generó una transformación en el lenguaje de los colombianos, palabras como terrorista, enemigo, “colombiano de bien”, hacían parte del campo semántico que se diluía en las conversaciones cotidianas. Paradójicamente ese relato narraba los horrores de la guerra, sin mirar a las víctimas.

Esta ausencia fue el espacio para que la memoria se convirtiera en un contrasentido del discurso oficial. Los trabajos de memoria buscaban hacer visible lo que por otros medios pretendía ocultarse. Comenzaron a proliferar testimonios que daban cuenta de una violencia que no aparecía en los medios de comunicación. Este nuevo espacio de disputa implicó una transformación en la forma de narrar, entonces la ficción comenzó a poblarse por esas voces que no tenían un lugar en el relato nacional. Los nuevos protagonistas eran hombres y mujeres que veían sus proyectos truncados por causa de la guerra; una violencia que no sólo era pública, sino que se metía en los hogares y dejaba heridas que transitaban intergeneracionalmente. Y que incluso, 20 años después, siguen sin sanar; como nos lo demostró magistralmente Héctor Abad Faciolince en El olvido que seremos, o como lo narró Evelio Rosero en Los ejércitos, a través de la historia de un anciano que va perdiendo la memoria en un pueblo que es arrasado por todas las formas de violencia posible.

Ahora bien, en la última década la memoria ha tenido su propia primavera: acciones desde las organizaciones, leyes, publicaciones, institucionalidad y todo tipo de productos culturales consolidan un importante legado que da cuenta de esa nueva narrativa. Por eso no creo que la dicotomía verdad y olvido sea tan binaria como se está planteando recientemente por el resultado de las elecciones. Sin lugar a dudas, los escenarios de disputa serán amplios e interesantes de analizar: el sistema educativo, la Comisión de la Verdad, el futuro del Museo Nacional de la Memoria o los medios de comunicación, así como los otros espacios en los que también se construye sentido: el arte, los medios alternativos o la movilización social.  

El papel que tendrá la narración en este momento que vive el país implica pensar en el reto que tendrán los trabajos de memoria. Esta narrativa no debe quedarse en la confrontación que no pudo ser resuelta electoralmente y sonar a revancha, sino pensarse también como el proyecto de un país que no implique la negación del otro. Si el relato nacional es excluyente y negacionista, con certeza la memoria será un espacio de movilización y de presión social.

 

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