Naufragio internacional

Daniel Emilio Rojas Castro
11 de agosto de 2015 - 12:12 p. m.

El éxodo de cientos de migrantes hacia Europa demuestra que las intervenciones internacionales pueden ser una cura peor que la enfermedad.

Una nueva embarcación naufragó en la madrugada del 6 de agosto frente a las costas de Libia. Los socorristas sólo pudieron salvar 360 de los 600 o 700 niños, mujeres y hombres que se encontraban a bordo. Según la Organización internacional para las migraciones, desde el inicio del año cerca de 2.000 personas han perecido en el Mediterráneo pretendiendo alcanzar las costas de Italia y Grecia.

Muchos de los migrantes entrevistados aseguran que el riesgo de permanecer en sus países es mayor al que pueden correr exponiéndose a un naufragio. La ausencia de vigilancia en las costas libias —facilitada por la inexistencia de una autoridad central en ese país—, ha permitido que una red de embarcaciones clandestinas transporte a libios, sirios, sudaneses y afganos que buscan un mejor porvenir en el continente europeo.

Hoy Libia posee dos gobiernos: uno instalado en Trípoli, la capital del país, formado por miembros de la Hermandad musulmana y apoyado por islamistas radicales. Otro en Tobruk, cerca de la frontera con Egipto, apoyado por sectores liberales, laicos, nacionalistas y tribales. La intervención de la OTAN en 2011 cumplió con el objetivo de retirar a Muamar el Gadafi del poder, pero no ofreció ninguna alternativa institucional concreta al régimen ni proyectó un mecanismo de veeduría militar que garantizara el orden y la seguridad durante el periodo de creación de una nueva autoridad política.

La migración masiva hacia Europa ha sido paralela al deterioro de las condiciones de vida en Libia y en otros países de la región. Tras la intervención occidental se realizaron elecciones y los liberales laicos crearon un Consejo de diputados, que después eligió un gobierno reconocido por la comunidad internacional. Sin embargo, la legitimidad del consejo fue rechazada en junio de 2014. Una facción dirigida por los Hermanos musulmanes proclamó un Nuevo congreso nacional general, erigió otro gobierno y obligó a los miembros del Consejo de diputados a exiliarse en Tobruk. Como puede imaginarse, la fragmentación del poder ha estado acompañada por el aumento de los enfrentamientos militares y del número de muertes.

Además de las autoridades de Trípoli y Tobruk, otras dos fuerzas se reparten el control del territorio libio: el Estado Islámico, que ha aprovechado el vacío de poder y se ha venido instalando a medio camino de Trípoli y Tobruk, y el Consejo de la shura de los revolucionarios de Benghazi, compuesto por milicias de jihadistas e islamistas.

La intervención internacional en Libia desató la guerra civil y el desplazamiento de cientos de personas. La cura fue peor que la enfermedad. Los líderes occidentales que apoyaron la intervención no promovieron el desarme de las milicias que participaron en el derrocamiento de Gadafi y que hoy engrosan las filas de los efectivos militares de cada uno de los bandos. Tampoco se preocuparon por preveer que Libia, su industria, su armamento y sus recursos petroleros se convertirían en nuevos objetivos del radicalismo islamista, como efectivamente sucedió.

La muerte de cientos de seres humanos desplazados por la guerra en el Mediterráneo es sólo una de las secuelas de este naufragio internacional.

 

 

Sin comentarios aún. Suscribete e inicia la conversación
Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta política.
Aceptar