Navidad en ruinas

Piedad Bonnett
23 de diciembre de 2018 - 05:00 a. m.

La patria, esa palabra que usan con grandilocuencia algunos políticos con la mano sobre el pecho, no es otra cosa que la suma de cosas entrañables que tienen que ver con el origen, o, más que con el origen, con el lugar donde nos criamos: el paisaje, los afectos, la música, la comida, todo lo que en el fondo nos da una sensación de pertenencia; en fin, lo que empezamos a extrañar y a añorar cuando estamos lejos por meses y por años, y mucho más cuando no se tiene la posibilidad de volver. La Navidad, por otra parte, no es ese corre-corre a comprar regalos que la sociedad de consumo intenta imponernos, ni la alegría por decreto que pretende obligarnos a celebrar todas las fiestas, sino el ritual que se inventaron los pueblos cristianos para reunir a la familia alrededor de la mesa y el pesebre, para mimar a los niños con regalos y para oír esa música tradicional que son los villancicos, ritual que cuando despierta en los adultos nostalgia es porque tiene que ver con la memoria, con las pequeñas-grandes dichas de la infancia en estas fechas.

Escribo esto pensando en los miles de venezolanos que, exiliados en todas partes de la tierra, vivirán estas navidades con una nostalgia agrandada por la pérdida, añorando, o tratando de hacer, con lo que encuentren, su pan de jamón, sus hallacas, el dulce de lechosa y todo lo que pueda vincularlos a la patria que debieron dejar, no porque quisieron, como tantos migrantes, sino porque fueron expulsados por la inhumanidad de un Estado tiránico, criminal, que los lanzó a los caminos en busca de libertad, salud, trabajo, medios de supervivencia.

El exilio, cuando es huida, forma de protesta, búsqueda de protección y necesidad de supervivencia —y este es el caso— se vive como una pena. También como un despojamiento. Y no hablo tan sólo de los miles de ciudadanos pobres que atraviesan la cordillera colombiana, sufriendo los rigores del frío, para establecerse en cualquier parte —una terminal de buses, un parque, un campamento— y que, por supuesto, son los damnificados más graves. Hablo de otras pérdidas, de las que he recibido testimonio. Hablo del diseñador que tenía su pequeña empresa y ahora es mesero en un hotel de un pueblo colombiano; de la licenciada en letras y escritora que ahora sobrevive cuidando niños ajenos; de la pareja de intelectuales que antes de salir tuvo que escoger de su biblioteca, construida durante una vida, los 50 libros que consideró más relevantes; del muchacho que llora en un video, mientras lo entrevistan, porque, como tantos, tuvo que dejar a su madre y a su hermana en un país al cual no sabe cuándo podrá regresar; de la mujer que me contó cómo llegó a su casa a llorar después de una fiesta, porque captó en ella el vacío de la ausencia de sus amigos, de su música, de su manera de celebrar; de la joven que tuvo que dejar su piso cerrado y a su perrita al cuidado de unos amigos. Puede pensarse que son pruebas superables. Pero el daño está hecho. Muchos no regresarán ya nunca. Y muchos vivirán esta Navidad con la tristeza, la depresión, la soledad del expulsado. La misma tristeza, depresión y soledad de muchos de los que se quedaron y sobreviven de milagro viendo cómo su patria se derrumba.

 

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