Más que la intención de aprovechar una oportunidad o una oferta, la imagen de los campesinos de la papa vendiendo en parques y peajes el producto de su trabajo produce tristeza y rabia. Allí en esas cosechas estaban representadas sus esperanzas, y sus ilusiones nuevamente defraudadas en este país sin norte, sin nombre y sin gobierno.
No obstante el empeño ciudadano por comprar y promocionar el producto a través de redes sociales, la ausencia de acompañamiento estatal hablaba por sí sola. Se les veía abandonados a su suerte, como lo han estado siempre, a merced de las exigencias inhumanas de los monopolios y los intermediarios.
Son la misma rabia y el mismo dolor de saber abandonados a los compatriotas del archipiélago de San Andrés y Providencia, a merced de un fenómeno natural que permitía algún tipo de prevención para menguar las afectaciones.
Tarde, como siempre, llegarán los auxilios, justo con esa denominación infame, como si no fuese una obligación constitucional velar por su vida y bienes.
El mismo dolor y la misma rabia de ver a la población de estratos uno y dos empujada al contagio del coronavirus con tal de salvar la economía, para cumplir con pactos soterrados como ese del día sin IVA. Ante esa indolencia solo queda cruzar los dedos para que no se saturen los hospitales, exista la tal inmunidad de rebaño o se haga realidad el milagro de una vacuna.
El mismo dolor y la misma rabia de ver sometidos a la inseguridad y al delito común a los ciudadanos indefensos, exponiendo la vida por el solo hecho de tener un celular o unos pocos pesos, mientras las autoridades exhiben con indolencia cifras y mienten con estadísticas.
Llegarán las disculpas con nombres de desastres naturales y, otra vez, de la pandemia. Con razón una vieja creencia china responsabilizaba a los gobernantes incapaces de los desastres naturales. Que no vengan con cuentos: aquí no ha habido acción ni prevención.