Ni simple mercancía ni instrumento de dominación

Carlos Granés
17 de agosto de 2018 - 05:00 a. m.

De un tiempo para acá pareciera que los políticos vuelven a interesarse en la cultura. En Colombia se han discutido ampliamente las oportunidades que ve Duque en las industrias creativas y las innovaciones tecnológicas como sector productivo. “Economía naranja”, se le llama, e incluye proyectos como la recuperación del viejo e infernal Bronx, un sector asediado por recuerdos ominosos de crimen y miseria que el alcalde Peñalosa quiere integrar a las dinámicas lucrativas de la ciudad con ayuda de la cultura. Muchas experiencias previas han demostrado que funciona: las galerías, los talleres de artistas y las actividades de ocio consiguen rehabilitar y gentrificar zonas deterioradas con enorme rapidez. Es el acercamiento político a la cultura de una derecha proclive al capitalismo, que no le teme, o que pasa por alto, el mensaje ideológico de los productos culturales. El arte, el cine o la televisión son, desde esta perspectiva, mercancías con un valor agregado que engorda las cifras macroeconómicas del país.

Muy distinta es la aproximación a las expresiones artísticas de la izquierda radical. Pensemos en Podemos, el partido español, y en su líder Pablo Iglesias. La cultura no es para él un generador de riqueza, sino un instrumento para acceder al poder. Influenciado por Gramsci, Iglesias ve la cultura como un campo de guerra donde se lucha por el significado y la interpretación de las cosas. El botín que se disputan las partes interesadas es la dominación: el control de las conciencias de los otros. Quien gana impone una manera de ver el mundo y una definición de las palabras. En juego está la hegemonía. Por eso esta nueva izquierda, antes de conformarse como partido político, ya existía como producto cultural televisivo: el programa La Tuerka.

Ahora bien, cuando Iglesias habla de cultura no se refiere a expresiones muy sofisticadas y desde luego no a la academia, cuyos formatos deplora. Se refiere a la cultura más masiva posible, en especial a la telebasura y a sus truculentas tertulias políticas, o al rap y a sus letras cargadas de reivindicaciones políticas. Son estas expresiones populares las que Iglesias ha querido hackear. Con dos propósitos: para darse a conocer ante el electorado y para infiltrar y normalizar en la televisión nacional mensajes que antes hubieran parecido subversivos.

De manera que como expresiones de la imaginación a Iglesias las artes le importan poco. Sólo le interesan en la medida en que permiten establecer y determinar lo que la gente piensa; es decir, como un arma para llegar y mantenerse en el poder. Eso explica su deseo confeso de dirigir la televisión pública española. Iglesias ve en los medios un instrumento ideológico a través del cual se puede crear un nuevo sentido común. Nuevos significados, eso es lo que busca, y en particular uno, el de la palabra democracia. Quiere ser él quien defina lo que es y no es democrático, porque así encontrará legitimidad para seguir cualquier camino hacia el poder, incluso el sendero atropellado que convirtió a Venezuela en una dictadura.

La derecha, como simple mercancía, la izquierda, como instrumento de dominación, y no, ninguna de las dos. Más bien una cultura inútil y gozosa, emancipada y emancipadora.

 

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